Caminar Dublín el día que se conmemora el Ulises de Joyce honra la novela con cada paso que te aleja de donde estuvieras minutos antes. Fragmentada en hechos que suceden y en otros que solo se piensan o imaginan, a merced de narradores que parecen turnarse el día en que sucede la novela –16 de junio de 1904-, abrirse paso entre sus páginas es, literalmente, renunciar a caminar con rumbo fijo. Releerla acaso confirmaría que sus muchos desvíos, entre los que no escasean aquellos que parecen conducir a un callejón sin salida, generan novelas distintas según escoja uno atender como principal una de sus peripecias.
Quizá por eso, porque al honrar al Ulises homérico, no se imita su viaje sino el sentirse perdido, paralizado, quienes son incapaces de terminar de leerla lo hacen con la convicción de que Joyce no escribió para ellos. Y quién podría reprochar el abandono de su lectura si ésta no devuelve a cambio lo que se presupone a una novela –progresión, un camino reconocible, personajes nítidos. Joyce decidió abordar su escritura con una libertad formal que no se había permitido en su colección de relatos -Dublineses-, tan delicados como costumbristas. Quizá por eso el primero de los capítulos de Ulises es el de desarrollo más lineal. En su cabeza pertenecía aún a aquella colección de relatos que nadie quería publicar, abandonada y olvidada antes de existir, en una suerte de secreto similar al que en el siglo XVIII popularizara la expresión “seda de las vacas y pobre vieja” para designar a Irlanda, ajada y en declive a ojos británicos, pero vigorosa para quien sabía de su valor.
Joyce se esforzó en ignorar las convenciones narrativas dentro de las que él mismo había vivido hasta entonces, y la pregunta de para quién es su lectura pudo haber sido resuelta casi al mismo tiempo que su novela era publicada en 1922. Solo seis años tardaría Samuel Beckett en llegar a Paris, donde inmediatamente se convirtió en amigo y discípulo de Joyce. También alcohólico, como él. El desprestigio de lo que se pronuncia como forma de comunicación, la demolición de ese vínculo entre las personas, que Beckett iba a volcar con especial desolación en su teatro -un medio en el que los personajes solo pueden hablar para hacer avanzar la acción-, estaba ya en Joyce. Beckett pudo haber entendido que una novela que no es para casi nadie, bien podía estar escrita para él. De haber vivido Joyce solo cuatro años más para conocer las atrocidades que traería el nazismo, la transformación de una voz pública en la transcripción, refugiada, del caos interior le habría parecido una forma coherente de cambiar la lectura de su novela por su puesta en escena, algo que Beckett sí tuvo tiempo de entender.
Tomada como el evangelio de la novela moderna, contiene la religión esperable en un irlandés: “los judíos son el signo de la decadencia de una nación. Dondequiera que se reúnan consumen la fuerza vital de una nación… los comerciantes judíos están ya ocupados en su obra de destrucción” -dice un personaje. Singularmente, es de Inglaterra de quien habla. Después se pregunta por qué Irlanda es el único país del mundo que no ha perseguido a los judíos, y se responde (mintiendo, como sabía Beckett) “porque nunca los dejó entrar”. Estremece leer, cien páginas más adelante, hablando de Hamlet, que “los mataderos rezumando de sangre del quinto acto son una anticipación del campo de concentración cantado por el señor Swinburne”.
Pese a estar escrito en París, su mordacidad apunta en todas direcciones, algo reconociblemente irlandés: “soy criado de dos señores” -se lee poco antes. El primero es el Estado Imperial Británico. El segundo, la santa Iglesia Católica Apostólica Romana: “una reina loca, vieja y celosa”. Cuando se recrea a un sacerdote aplicando los santos sacramentos a un moribundo, alguien comenta “buena idea el latín. Los atonta primero”.
Es raro celebrar lo que no se comprende o no se ha leído. Más normal es rehuir lo que se entiende demasiado bien, y eso explica que en Dublín no se celebre, en lugar del Ulises, el mucho más asequible libro de cuentos homónimo, dado que describe una sociedad lóbrega, inmovilizada por la tradición y la pobreza. El pasado irlandés es un lugar al que pocos querrían volver, menos aún para celebrar algo. Lo mismo cabe decir de la obra de Beckett. ¿Por qué no conmemorar a Swift entonces? Su alegoría gulliveriana, brillante y lúdica, aunque no exenta de misantropía comprensible ya en el siglo XVII, es una lección asequible a la que volver cada año. Wilde o Yeats serían una magnífica elección también. Y aún más Bernard Shaw, que aunara tantas artes al mismo tiempo que un compromiso político encomiable, y que, como los anteriores, aparece citado en las primeras cien páginas de Ulises. A quien tanto cuadra la línea salida de Dublineses –“trataba los problemas morales como el cuchillo de carnicero trata a la carne” o la que aparece unas páginas más adelante –“había presumido de librepensamiento y negado la existencia de Dios ante sus compañeros, o en las tabernas”.
Pero Shaw era abstemio y eso no parece compatible con celebrar su memoria en Dublín, donde los bares engullen a la población día y noche. En otro capítulo de Dublineses se habla de un emigrante que vuelve cada tanto convertido en un periodista triunfador, alguien que “se abre camino entre toda esa vida diminuta”. Su interlocutor, un irlandés dilapidado en el molde de lo que Chéjov escribía casi al mismo tiempo, deambula por las calles de Dublín entre ensoñaciones de la vida que no sabe tener, exponiéndose a veces a “las causas de su miedo”. Melancólico y paralizado, camina imaginándose poeta, uno para ojos escasos y selectos, que fabula la aprobación de los críticos ingleses. Parece describir a Swift, a Wilde, a Beckett. Solo su insistencia al caminar por la calle de Temple Bar murmurando que “ya podían irse todos al infierno porque él iba a disfrutar de aquella noche” devuelve a Joyce al lugar que ocupa hoy en la celebración.
Lo que desdeñan en Dublín podrían honrarlo en Galway, al otro lado de la península. Convertida hoy en una próspera y vital ciudad universitaria que llena de jóvenes sus calles, qué mejor resurrección podría así redimir al joven que en el último relato de Dublineses -Los muertos- esperara bajo la nieve, para ver en vano a la mujer que amaba, lo que causa su muerte. También ese final, amargo y bellísimo, en que el futuro marido de esa mujer aprende la noche de Navidad que hay cosas de ella que desconoce, entre las que podría estar, como la nieve, algo que “cae por igual sobre los vivos y los muertos”, desdibujando a ambos.
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