Entre los años 640 y 1080 no existió correspondencia escrita entre la Iglesia de Irlanda y el pontificado. El dictado que el papado pretendía imponer con las Cruzadas tampoco contó con tropas irlandesas. Eso sucedía al mismo tiempo que la sociedad gaélica incluía entre su aristocracia a poetas e historiadores. De esas semillas contradictorias -un país reacio a leer su propia fe mientras elevaba socialmente a sus poetas- brotó la pléyade de escritores asombrosos que nacieron en su territorio en el siglo XIX y XX. E incluso eso podría ser solo la punta de un iceberg que cristaliza también fuera de libros y escenarios: la proclamación de la independencia irlandesa del 24 de abril de 1916 tuvo siete firmantes. Tres eran poetas, uno de ellos además dramaturgo y director del teatro irlandés. Un cuarto editaba una revista. Otro era investigador de música gaélica. Un sexto, periodista y compositor de letras de canciones.
Todo eso fue alumbrado en un tiempo en que la moral católica arraigaba en la conciencia nacional como si, faltos de un ejército equivalente al de sus conquistadores británicos, el más allá hubiera de proporcionar la cohesión necesaria para una lucha desigual, en la que la memoria era un contrincante más, dado que lo último que podía permitirse quien esgrimía el catolicismo como muro ante el mandato británico era recordar que en 1155 el papa Adriano IV había entregado Irlanda a Enrique II de Inglaterra “para revelar la verdad de la fe cristiana a los pueblos aún bárbaros e ignorantes”, algo que la política de siembra e implantación iniciada en el siglo XVI iba a emplear de estandarte a la hora de privar a los campesinos irlandeses de poseer y cultivar sus tierras a favor de los colonos llegados, en buena parte, de Escocia. Curiosamente la primera reina británica que validó ese procedimiento era la muy católica María Tudor.
La propia Reforma protestante llegó a ser leída inicialmente como válida por el Parlamento irlandés que en 1537 declaró a Enrique VIII “cabeza suprema única en la tierra de toda la tierra de Irlanda”. Escribe John O´Beirne Ranelaigh que la pervivencia del catolicismo en esa era pudo haberse debido al esfuerzo de los frailes, ocupada la jerarquía católica irlandesa por acumular riquezas, y por bendecir incluso la venta de más de 400 monasterios y abadías irlandesas a laicos. Dublín llegó a tener por arzobispo al mismo que oficiara la ceremonia que, al casar a Enrique VIII con Ana Bolena, certificaba el cisma.
El declive del protestantismo en Irlanda es un acto de torpeza lectora: la isla carecía de ciudades suficientes y de una clase media que sustentara, como en otros países, la religión escindida. El gobierno británico optó además por atacar el flanco que sustentaba el arraigo mítico irlandés: se prohibió la lengua y la vestimenta gaélica, sus poetas y su música. Incluso el mero matrimonio entre irlandeses y británicos. Celebrar misa fue declarado ilegal. Cuando se impuso un único Libro de oración en inglés, optar por la doctrina católica pudo haber sido, a ojos de los clérigos irlandeses, un acto puro de supervivencia y a la vez un hecho literario: la mayoría de ellos no sabían sino hablar y escribir gaélico.
El arzobispo -católico- nombrado por Isabel I apoyaba la política de plantación con colonos galeses y escoceses. Llegó a sugerir que sus propios compatriotas debían ser expulsados o asesinados. Uno de los ministros británicos a cargo de la fiscalidad irlandesa escribiría, bien entrado el siglo XVI, que arrebataba cosechas y ganado, de forma que familias enteras preferían ser ejecutados por el ejército inglés a morir de hambre. A finales de ese siglo la única forma de rebelión viable en Irlanda debía ser declarar su lucha de liberación una guerra santa, una cruzada más, ésta del catolicismo contra otro tipo de infieles.
La ayuda ideológica no tardó en llegar: 3.500 soldados españoles desembarcaron en Cork en 1601. La alianza hispano irlandesa fue derrotada y con ello la Irlanda gaélica, pero los irlandeses entendieron que la extinción de esa cultura ancestral debía ser reemplazada por el catolicismo más ortodoxo. No volverían a luchar solos contra la todopoderosa Inglaterra anglicana.
Seamus Heaney, católico nacido en tierra anexionada por Gran Bretaña, escribió sentir “la misma inclinación por los rosarios/ que por los rápidos apuntes y los análisis/ de los políticos y los reporteros”. Su poesía, como la de Yeats, aúna la exaltación de la naturaleza (exaltada) irlandesa y el tiempo que le tocó vivir, la penumbra a que obliga una revolución librada con medios desiguales -“todo lo que conozco es una puerta que da a la oscuridad”. Los murales de Belfast y Derry, que aún hoy recogen la lírica de la venganza debida, ganarían de reproducir versos de Heaney -“Cuando aterricé en la república de la conciencia/ era tanto el silencio al apagarse los motores/ que alcancé a oír un alcaraván sobre la pista”.
Beckett recordaba cómo su padre poseía gran cantidad de libros y enciclopedias que nunca leía. Pero se sentía orgulloso de que su hijo hubiera llegado a impartir literatura en el Trinity College. El día que visitamos su imponente biblioteca la mayoría de sus 260.000 libros han sido retirados para trabajar en su conservación. En el siglo XVI eso hubiera supuesto ser reemplazados por autores británicos.
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