De una tierra que produce tantos poetas asombrosos para lo escaso de sus dimensiones era sensato esperar que alguno de ellos inventara hectáreas que no existen en las que ubicar sus poemas, donde no tropezar con algo ya cantado por un ancestro o un coetáneo. Más singular es que alguien descendiente de un irlandés -John Ford- empleara, de entre toda la obra magnífica de William Butler Yeats, justo aquella que no existía.
Todo mito se alimenta de ruina y de mentira, y el cine que produjo esa fantasía sobre la identidad irlandesa que es El hombre tranquilo (1952) generó una segunda obra que amplificaba la idealización de lo rural bucólico hasta hacer de ello un espejismo literal. Rodada casi a la vez, y sin tener apenas que cambiar de paisaje o latitud, Brigadoon (Minnelli, 1954) narra la peripecia de dos americanos que llegan por azar a una aldea que permanece invisible durante 100 años y solo reaparece durante un día, como el barco del Holandés errante. Tanto podría albergar la población a la que llega el personaje de John Wayne en la película de Ford.
“Me levantaré ahora e iré, iré a Innisfree, y haré allí una humilde cabaña de arcilla y zarzas” -dice el primer verso de La isla en el lago de Innisfree, publicado en 1893, y al que la bruma que duerme y despierta a Brigadoon presta lo necesario para aunar el lugar descrito por Yeats y la película de Ford, y hacerlo hoy visitable al turismo que recorre Cong, el pueblo en que se rodó, en busca del bar que jamás lo fue, o porque, si ha de ser recordado por el grupo de borrachos que habitan en él durante la película, lo más normal es que ni su nombre ni su ubicación se hallen donde se las busca.
A ese paraje inexistente viajó Jose Luis Guerín para rodar allí su extraordinario Innisfree (1990), un documental sobre la memoria de ese paisaje en la película de Ford, y la de ésta en quienes la recuerdan -ancianos- o se la saben de memoria -niños. Es esa “humilde cabaña de arcilla y zarzas” la que, convertida en ruinas, abre su película. Hay unos campesinos en ella, rememoran lo que contuviera. No queda claro si hablan de alguien que viviera entre sus muros, o de los interiores en que se filmara la casa en que transcurre la -poca- acción. Y que serían rodados, de hecho, de vuelta en Hollywood. El estremecimiento es mayor después, cuando la cámara de Guerín sitúa una silla de director delante de una casa -¿la misma?- cuyo tejado se derrumbara hace tiempo. ¿Es ahí donde el hombre tranquilo -Wayne- arrastra a su mujer nerviosa -O´Hara?.
Hay pocos hombres más tranquilos que Yeats si se juzgan sus fotografías. La leyenda dice que jamás entró en un pub, aunque también que formó parte de una tertulia literaria en Londrés que se reunía, como es obvio, en un pub. Quizá traspasar sus puertas y ser abstemio pudiera no contar como entrar. ¿Es ese hombre que en el bar de la película de Ford permanece atento a la lectura del periódico, ajeno a todo, peleas incluidas, acaso lo más parecido a Yeats que hay en su versión de Innisfree? “Espero que no sea usted poeta” -preguntan a Wayne en la película.
Quien busque a Yeats dentro o fuera de las paredes de la película de Ford o la de Guerin, tampoco lo hallaría entre los sobrios, pero sí entre quienes, como Wayne y O´Hara, intentan casarse y no lo logran. Yeats, que cantó al amor toda su vida, pudo haberse pasado la mitad de ella encerrado dentro de él como en una jaula: rechazado siete veces por la mujer de la que estaba enamorado, llegaría a pedírselo a la hija de ésta. “¿Amará hombre alguno a la hija si no ha amado a la madre?” -se lee en Ulises.
¿Qué le habría parecido que su región fabulada albergue para la eternidad una población donde la concordia, y el apoyo llegado el momento, preside la relación entre católicos y protestantes, algo que Yeats solo conoció como un conflicto irresoluble durante la mayor parte de su vida? “De Irlanda hemos salido./ Gran odio, poco espacio,/ nos mutilaron desde el principio./ Llevo desde el vientre de mi madre/ un corazón fanático” -escribiría al final de su vida.
Cuanto Ford arrebató a Yeats se lo devolvió Guerín cuarenta años después: reunidos en el mismo bar que los personajes de El hombre tranquilo, y no menos borrachos aunque sí lastimeros, los parroquianos -¿hay allí Danaher, Thornton, o´Flinn?- hablan de cómo los delatores eran ejecutados, del viejo IRA como una herramienta necesaria. La guerra civil -se escucha- es la única solución. No hay nada tranquilo -solo ebrio y conformado- en ellos. Ni los sobrios sostienen algo parecido a la paz: uno de ellos, que presume de tierras ancestrales, enarbola un palo de fresno -duro y resistente que prueba contra un muro- que sirve para jugar a algo parecido al criquet, y para golpear y matar. Ejemplifica cómo se usa en el primer caso, y luego se entrega a una serie delirante y obscena de golpes que simulan atacar y matar al enemigo.
El personaje que interpreta Wayne en la película de Ford -un boxeador que se niega a pelear tras haber matado a un hombre en el ring- no encontraría nadie que le comprenda en el pub de Guerín. Y es singular que el único que lo hace en la película de Ford sea el clérigo protestante, a cuyas misas apenas concurren dos o tres personas. ¿Quiénes? ¿entrarían al pub de Guerín cuatro décadas después?
La propuesta de Brigadoon es, en la Irlanda rural que muestra Guerín, algo que solo duerme cien años si está muerto. Escrito en 1939, el año que moriría, Yeats se preguntaba si “¿fue aquel drama mío el que incitó/ a hombres que fusilaron los ingleses?/ ¿Turbaron en demasía mis palabras/ la mente enajenada de aquella mujer?/ ¿Pudieron las palabras que dije haber parado/ lo que provocó la ruina de una casa?”.
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