Fabulado o no, el subsuelo irlandés se diría más complejo que el de sus habitantes. Una de sus sagas míticas, escritas a lo largo del primer milenio de nuestra era, narra cómo un pueblo llegado de las islas septentrionales -acaso los primeros gaélicos que arribaran a Irlanda- trajo una piedra que gritaba cada vez que un nuevo rey era coronado. O como cuenta la leyenda adherida a las 40.000 columnas de basalto conocidas como Calzada del gigante, cada vez que un rey gigante huía a través del mar. Mucho después Robert Flaherty rodó en 1934 Los hombres de Arán, un documental narrado como si fuera ficción en el que sus habitantes han de buscar la escasa tierra disponible entre las rocas, para sembrar en ella las patatas sin las que no sobrevivirían.
Un paseo por la National Gallery de Ireland, en Dublín, no tarda en hallarse delante de Una alegoría (1924), pintado por Seán Keating, que muestra a dos hombres -uno por cada bando de la guerra civil en marcha- que excavan una tumba para un caído, envuelto en la bandera irlandesa. La familia, de estricto negro, que se apoya, o se derrumba, sobre un árbol sirve de interludio visual entre el muerto y las clases beneficiadas -herederas- de la Independencia, pintadas como una piedra atada al cuello del país: el clero y las élites políticas y económicas.
Sales de un museo, entras en un cine y sigues viendo cómo enterrar lo que no se quiere ver. Se estrenaba hace cuatro meses en la Berlinale Small Things Like These, una historia de los abusos perpetrados durante el pasado siglo en las conocidas lavanderías de la Magdalena. Financiadas por el Estado y gestionado por varias órdenes religiosas, durante décadas acogieron a madres solteras, niñas violadas, prostitutas y mujeres incapaces de pagar dónde dormir. A cambio, las monjas a cargo de esos albergues exigían de las inquilinas limpiar, coser y lavar ropa sin recibir por ello pago alguno, y en condiciones que empeoraban las que se pretendía reparar. Decenas de miles de mujeres sufrieron los métodos delictivos del catolicismo hasta mediados de los noventa. Y el gobierno irlandés acabó pidiendo perdón a principios de la década siguiente. Centrada en uno de esos episodios sucedidos en un pueblo irlandés, la película describe el silencio corrompido de una sociedad que escucha las campanas de la iglesia para acallar gritos de auxilio.
En el entierro que aparece en uno de los primeros capítulos de Ulises se dice que un hombre podría vivir aislado toda su vida pero habrá de conseguir a alguien que le eche tierra después de muerto, aunque él pudiera cavar su propia sepultura. “La casa de un irlandés es su ataúd. Para protegerlo durante el tiempo que sea posible aun en la tierra.”
Un pub acaba reuniendo todos esos estratos, los del ruido y los del silencio. Quizá porque es donde se grita lo que no se pronunciaría en voz baja fuera de él. Tan fácil es entonces decir como escuchar, y por lo tanto sus consecuencias han de ser gestionadas con la misma transigencia. Solo que las precauciones son inútiles dado que el griterío unifica ya ambas cosas hasta que son la misma. Escribe Javier Reverte que cuando en la Irlanda rural alguien tiene un problema irresoluble -una deuda de juego impagable, una mujer a la que dejar por otra- finge un suicidio, acordado -en ese mismo pub u otro similar- con un médico, un juez, un enterrador y alguien que trabaje en una funeraria. El resucitado se muda a otro condado y acaso participa de parecidos complots, esta vez como cómplice. De abrirse muchas tumbas, veríamos troncos de árbol -dice, rodeado de mujeres solas que acaso acudieran no hace tanto a un entierro.
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