martes, 22 de abril de 2025

Ser la marea


Mucho antes de que fueran virtudes turísticas, la majestuosidad arquitectónica y artística, su densidad, armonía y belleza inabarcables, debían aparecerse a la vista de quienes llegaban a Venecia hace ochocientos años como un entorno extrañamente lúdico para un escenario al que se acudía para algo tan práctico como negociar préstamos, encargar servicios o comprar bienes llegados de su acceso privilegiado a los mercados de oriente. Como una habitación que se alquilara para dormir pero que no se llegara a usar porque hay demasiados alicientes fuera de ella como para perder el tiempo cerrando los ojos.

El aprendizaje de la credulidad -Marco Polo fue tildado el de las mil mentiras al regresar a Venecia veinte años después de abandonarla y describir los prodigios orientales que vio en ese tiempo- es el ancestro de los caminos de la curiosidad y el asombro para quienes, sin nada que comprar o vender en los mercados venecianos todopoderosos, comenzaron a afluir a la República simplemente por el hecho de estar allí y experimentar el corazón vigoroso, o el alma endeble, de semejante poder. 

Quizá llegó un momento en que su fama se hallaba tan difundida que ni siquiera era necesario haber pisado sus calles para hablar de ellas o describir a sus habitantes de forma verosímil. Shakespeare debió encontrar tan evocador imaginarse allí que, sin conocerla, ubicó en Venecia dos tragedias entre 1596 y 1603. La primera para enroscar la superioridad racial en torno a su poderío naval. La segunda para calibrar parecida distinción racial como algo que compensa incluso si se priva a la República de un héroe útil para luchar contra los turcos.

Llegado del mismo territorio aunque no del mismo mundo, John Ruskin compiló sus varios viajes en Las piedras de Venecia, un alegato ofuscado e impertinente sobre cómo las causas de su declive obedecían a haber renunciado a caminar, respirar, y en concreto construir, para un dios que validara tanta magnificencia. Escribió que Rafael pintaba mejor cuando sabía menos, que Miguel Ángel caía frecuentemente en una fútil y desagradable presunción de sus conocimientos de anatomía. Cómo el primero, elegido por el cielo para pintar apóstoles y profetas, redujo sus capacidades hasta ponerlas a los pies de Apolo y las musas. “Vírgenes y ángeles vieron desvanecerse su cara verdadera al tiempo que Júpiter y Mercurio proliferaban. La Ilíada y el Éxodo fueron equiparados como creencias. La ruina que iniciara el estudio fue culminada por la sensualidad. Las raíces de Venecia están podridas, su orgullo les hizo caer”. De la vanidad a la impiedad, de ésta a los atractivos del placer, y de ahí a la inevitable degradación. Jan Morris lo formuló más sensatamente: el declive de Venecia fue del poder al lujo, del lujo a la disciplencia, de ésta a la impotencia. Irreductible, Ruskin cerraba sus divagaciones alteradas con citas salidas de la Biblia. “Hasta aquí llegarás” -dijo Dios. Comparó el destino de la ciudad -el fuego íntimo de sus pasiones- con el de Gomorra. 

Salir de sus páginas afiebradas exige -merece- saltar a las que escribiera Joseph Brodsky durante las diecisiete navidades que viajó a Venecia de 1969 a 1986. Cuando escribió no ser un hombre moral pareció querer separarse de quien, como Ruskin, escribiera como si solo fuera eso. También en la noción de Brodsky de que toda la mitología monstruosa tallada y presente en las calles venecianas es nuestro autorretrato dado que representa la memoria de la evolución humana, algo que sublevaba a Ruskin. 

Algunas de las más delicadas y originales miradas sobre una ciudad tan observada como Venecia son de Brodsky. Escribió que el lento avanzar de una embarcación en la noche le parecía el paso de un pensamiento coherente a través del subconsciente. Cómo el agua transmite la impresión de que no se te espera allí. Que a los pocos días de estar en Venecia el cuerpo se siente como un mero portador del ojo. Reformuló la revelación de que la procesión fúnebre de los días de la peste, el cólera y la malaria dieron paso a los ropajes del carnaval. Las calles estrechas le parecían, de noche, pasillos de las estanterías de una inmensa y olvidada biblioteca. 

 

 

Llegado a Venecia poco después de morir Brodsky, John Berendt sugirió que en vez de arrasar Venecia, el teatro de ópera la Fenice en cierto sentido se había suicidado. Cómo el gran canal recordaba al tracto digestivo de ese pez que parece la ciudad en un mapa. John Julius Norwich escribiría más tarde que Venecia murió sin un solo amigo. Después llegó Henry James. Durante cuatro décadas escribió sobre la dificultad de reconciliar Venecia con el resto de la civilización. Comparó a Tintoretto -a quien dijo haber dedicado más miradas y pensamientos que cualquier otra cosa- con Shakespeare. Tras contemplar la más pequeña de las Crucifixiones del pintor, ubicada en la iglesia de San Casiano, escribió que ya podía enfrentarse con la serenidad suficiente a cualquier otro cuadro en la ciudad. 

Si la plaza de San Marcos le recordaba el zaguán de la ópera en los descansos de una representación, las mansiones venecianas le sugerían una ciudad sentada junto al agua esperando a su clientela, una versión más mundana de lo que Ruskin llamara un fantasma tendido sobre la arena del mar. A ojos de James la ciudad “era un jardín de flores sociales raras, e Italia un país profundamente interesante que sondeaba su camino entre las naciones a través de interminables errores de gusto”. Escribió que hacían falta muchas cosas para producir un estadounidense satisfecho, pero solo cierta sensibilidad despierta para alumbrar un veneciano contento. Thomas Mann añadiría que llegar a Venecia por tierra era como entrar a un palacio por la puerta de servicio. 

Lo que sabemos de James -que viajó por primera vez a Venecia con cuantas obras escritas sobre la ciudad pudo encontrar- cabe pensarlo de todos los que llegaron después. Con más razón de Jan Morris, que vivió en Venecia un año y dejó un libro que parece hecho de sedimentos mucho más perennes. Leyéndolo se tiene la sensación de que, cuando Brodsky, Berendt y tantos otros despertaron en Venecia, ella ya estaba allí, sintiendo lo que experimentan quienes llegan y lo que saben quienes se quedan. Llamó a la ciudad un museo residencial, campesinos del agua a los primeros pobladores de la laguna. Escribió acertadamente que la basílica era un edificio bárbaro, un gran pabellón mongol del placer o una fortaleza turquestana. Muchos palacios le parecían duques artríticos envueltos en harapos de armiño. Algunas de sus más delicadas metáforas -la ciudad como un dorado monstruo milenario en un estanque- hubieran merecido que un pintor -Carpaccio o Bellini- se hiciese cargo de ellas.

De entre todos sus retratistas, nadie invitó más gente a Venecia que Tintoretto. Sus obras hierven de personajes como si el tamaño de las telas fuesen espacios de cobijo y alimentación, incluso si el riesgo es compartirlo con tantos. Generalmente desiertas, las panorámicas de Canaletto podrían ser solo la imposibilidad de lograr que alguien consintiera en bajar de un lienzo de Tintoretto y posar para otro. Pintadas entre 1579 y 1599, de las tres versiones que se conservan del Paraíso (una en el Louvre, otra en el Thyssen de Madrid), ninguna alberga tanta gente como la que esconde -poco- el Palacio Ducal veneciano. Sus multitudes, entre las que merecerían hallarse Henry James y John Ruskin, que amaban esa obra, parecen querer mirar todo aquello durante siglos. 


lunes, 21 de abril de 2025

Arde por no llorar

 


En un mundo más ecuánime, cuando Dante Alighieri llegó a Venecia en 1321 una orquesta habría estado esperándole, ya fuera ardiendo como sugiriera alguien al ver incinerarse el teatro de la Fenice y desear que ojalá lo hubieran hecho los músicos en su lugar. O dentro del agua como Peggy Guggenheim siglos después, y con ella los músicos pagados para hacer lo propio, sumidos todos en la misma corriente que -citaba Joseph Brodsky- acarreara hasta sus canales a cruzados, mercaderes, turcos y lo que quedaba de San Marcos.  

Un mundo justo habría evitado que Dante huyera de Florencia en un exilio sin final. Y habría hecho nacer a Claudio Monteverdi a tiempo de escribir la música adecuada tras haber leído su obra. O sin necesidad de hacerlo dado que su ópera Orfeo narra también un viaje a los infiernos, similar al que la Comedia prevé para el papa Clemente V, fallecido siete años antes, y que en su día excomulgara a la República y a su dux, equiparándolos con Satán. Dante, que ya había comparado la brea que ardía en el averno con la que se fraguaba en el Arsenal veneciano para hacer barcos, respondió con elegancia: entre la plétora de príncipes, eclesiásticos, poetas, amantes, jueces, o reyes de la antigüedad que ubicó entre las llamas del infierno en su poema, no hay un solo músico. 

Si alguna vez pensó en añadirlos, tras dejar Venecia no tuvo ya tiempo de incluirlos. Había llegado como enviado especial de Rávena para negociar los derechos de navegación del Po, al que la creencia popular atribuía nacer en el inframundo. La República que ignoraba la guerra civil entre güelfos y gibelinos no tenía forma de pasar por alto que Dante era una víctima de ella. Pese a ello se le negó un salvoconducto para regresar por la vía más lógica. Hubo de volver por territorios pantanosos. Fue allí donde contrajo la malaria que le mataría en septiembre de ese mismo año. Mucho después se edificarían, fuera del casco histórico, lazaretos para acoger a los moribundos víctimas de esa enfermedad, del cólera y mayormente de la peste. Serían descritos como infiernos o purgatorios, en función de los horrores que albergaban.

Venecia esperó siglos a pagar su deuda. Finalizado en 1792, el teatro de ópera de La Fenice incluyó unos frescos -ubicados en el bar- que recreaban la Comedia, especialmente el infierno, al cabo el más visualmente interesante de los tres estadios que componen el poema. Dante habría visto como un acto de coherencia que honrar adecuadamente su inventiva implicara quemar el teatro primero, y dejarlo acto seguido a merced de las aguas, tal y como sucede en el círculo más profundo de su averno escrito, en el que hay un lago helado.

Todo eso sucedió a finales de enero de 1996. La Fenice llevaba cuatro meses cerrado por acondicionamiento y preveía abrir en un mes. El canal al que daba su fachada tenía prohibido el acceso tras ser desecado para que pudieran limpiarse sus cimientos. Las advertencias acerca de que ningún canal debería ser vaciado hasta garantizar una fuente de agua en caso de incendio fueron desestimadas. 

La pereza en honrar a Dante se convirtió en exactitud milimétrica a la hora de esperar a que Brodsky, que amaba Venecia y logró ser sepultado en ella, no llegara a verlo. Acababa de morir en Nueva York cuando el teatro ardió. Como si supiera que el deseo de ser enterrado en Venecia era mucho más posible si lo hacían sus cenizas y no su cuerpo.

Dos tercios de los frescos sobrevivieron. Una de las pocas figuras intactas era la de Dante. La rehabilitación tuvo lugar a toda prisa entre aquellos que al mismo tiempo reconstruían el teatro: electricistas, albañiles, carpinteros, ingenieros… un caos parecido al del viaje fabulado por Dante. Quienes reparaban los frescos del Infierno afrontaron los daños causados por el uso de aguas turbias del fondo de los canales, y, privados de techo que los protegiera, también el de las lluvias que habían estado cayendo sobre ellos.

Cuando en diciembre de 2003 el teatro fue reinagurado pareció querer resumir los grandes incendios y naufragios de la antaño gloriosa e independiente República: la primera pieza que se escuchó ese día -la Consagración de la casa, de Beethoven- fue compuesta en 1822, durante la dominación austriaca de Venecia entre 1815 y 1866. Incluso la obra escrita previamente por éste -Las ruinas de Atenas- recuerda al origen bizantino de la ciudad italiana. Después sonaron Stravinsky, Antonio Caldara y Wagner. Enterrado, nacido y muerto en Venecia respectivamente.

Escribe Jan Morris que un abad de apellido Vivaldi -no el músico que penó sus días en Venecia como compositor de agrupaciones de hospicios y murió en la pobreza sin que se sepa dónde está su tumba- daba misa un día del siglo XVIII cuando, invadido por una melodía que acababa de surgir en su cabeza, abandonó el altar y corrió a la sacristía a apuntarla. 

Anotada la ciudad por visitantes británicos que durante siglos se apresuraron a apreciarla, nada tan simultáneamente local y foráneo, atestado e infernalmente ruidoso, como transitar de noche la estupenda Fondamenta di misericordia, en el barrio de Cannaregio, y conseguir mesa en el restaurante El paraíso perdido. Comprobar entonces, como Dante y John Milton, que al infierno, como a todas partes en Venecia, se va mejor acompañado. 

domingo, 20 de abril de 2025

Cortando con cuidado la libra de engaño

 


En un extraño acto de compensación, la voz que los Consejos de gobierno venecianos hurtaron a su máximo dirigente, el Dux, para controlarlo, se encarnó simultáneamente por escrito en una autobiografía de la República, formada por 250.000 libros, documentos y pergaminos que recogen la voluntad del Estado durante siglos. Sus decisiones, edictos, acuerdos comerciales, condenas y perdones, los barcos que salían anualmente de sus astilleros, los que se perdían en medio de una tormenta, y con ellos su valiosa carga. Los juicios que ello podía acarrear, los contratos que se incumplían, el veredicto de la República en esos casos. 

De haberse perdido todo eso, de haber volado por los aires el archivo ducal de la misma manera que un militar veneciano dinamitara el polvorín turco que ocultaba el Partenón, aún podríamos asistir a un resumen decentecon solo leer El mercader de Venecia, que Shakespeare escribió entre 1596 y 1598. No al revés porque dudosamente la oligarquía veneciana que gobernó el Estado durante siglos hubiera aceptado guardar entre sus legajos un texto que describe la historia de un mercader local que se arruina al perder sus barcos -afamada prenda de garantía veneciana- y ve su destino oscurecerse al ser incapaz de cumplir un contrato, no devolver el préstamo estipulado, y salir indemne por la argucia legal que estafa al demandante, anatemas en una República que vivía de su solidez financiera, la seriedad de sus compromisos y la fabricación de embarcaciones sólidas y duraderas. Su reputación de honestidad comercial se apoyaba en generaciones de venecianos duros y trabajadores, que respetaban la riqueza y la avalaban con su esfuerzo. A cambio la República presuponía lo peor de cada uno -escribe Jan Morris.

La transacción, el tipo de cambio, coexiste en la obra de Shakespeare con su equivalente personal: la pérdida de la hija de Shylock, el prestamista judío, devalúa el valor de serlo. Y los bienes robados con los que esta huye también contribuye a contar que, a ojos hebreos, el valor de una persona se pesa en balanza monetaria. Al escaparse de casa con dinero y joyas paternas para casarse con un cristiano, Shylock lamenta un mismo duelo –“mi dinero cristiano”. 

Éste es, ciertamente, como cualquier personaje, una balanza. La libra de carne que exige contiene también el peso de la tradición, la marginación ligada a su fe y el resto de hierros afilados de su afán de beneficio, restitución y venganza. Pero Shakespeare ya había escrito Ricardo III, y sabía que un mal tan marcado exige, en el otro platillo, una lucidez igual de densa y poderosa. La humanidad compleja que insertó en Gloucester, y después pondría en Macbeth, incluye el miedo. Ambos lo tienen en algún momento. Y eso irónicamente les humaniza aunque sea la raíz de su bestialidad sanguinaria.

Shylock es distinto, no hay miedo en él. Sí ira, rabia e impotencia. También algo que le une a Ricardo III; el victimismo, la lúcida expresión de la inferioridad o el maltrato que no se merecen. De ahí sus líneas magníficas que le equiparan a quienes le injurian: “¿No tiene ojos un judío? ¿No tiene manos un judío, ni órganos, proporciones, sentidos, pasiones, emociones? ¿No toma el mismo alimento, le hieren las mismas armas, le atacan las mismas enfermedades, se cura por los mismos métodos? ¿No le calienta el mismo estío que a un cristiano? ¿No le enfría el mismo invierno? ¿No sangramos si nos espolean? ¿No nos morimos si nos envenenan? ¿No habremos de vengarnos, por fin, si nos ofenden?”

 

 

A medida que la obra se acerca a su final, y la libra de carne de Antonio al cuchillo, también la justicia ha de acercarse a la venganza. Cristopher Marlowe renunció a la sutileza al proponer esa alianza imposible entre cristianos y turcos en su obra El judío de Malta (1590). Y Shakespeare tomó al menos un rodeo más digno. Primero, tornando las razones de la enemistad entre Antonio y el prestamista judío, que pese al memorial de agravios literalmente escupidos que Shylock recordara, pasa a ser, en boca de Antonio, como “muy bien conozco sus motivos:/ a menudo he librado de sus garras/ a muchos que vinieron, afligidos, a pedírmelo./ Por eso me odia”.

Después, ya a las puertas del juicio, en boca ecuánime del dux de Venecia resulta –“estar aquí para responder/ a un adversario de piedra, a un cruel miserable,/ incapaz de piedad, vacío, y que no tiene/ ni un solo gramo de compasión”. Se permite sugerir la condonación de la deuda dadas las desdichas que se acumulan sobre el deudor, merecedora de arrancar compasión “hasta de los más obstinados turcos”, salvo quizá cuando aparecen en otra obra sobre judíos.

El rodeo es tan amplio que pasa también por lo que Shylock tiene que decir del sentido de la justicia veneciana: “hay entre vosotros muchos a quienes compráis como esclavos,/ a quienes como asnos, perros, mulas/ hacéis trabajar en las tareas más serviles y abyectas/ solo porque habéis pagado por ellos. ¿He de ser yo quien diga/ que los dejéis en libertad, que los caséis con vuestras hijas,/ quien pregunte por qué bajo su carga sudan, y por qué/ no son sus camas blandas como las vuestras?”.

El honorable mercader veneciano Antonio ve hundirse sus barcos y con ellos la posibilidad de devolver lo prestado. Y aún así Shylock, no hay que decirlo, pierde. A pesar del contrato. La estratagema que Shakespeare heredó de Giovanni Fiorentino, Alexandre Sylvane o Anthony Munday es conceder al judío la libra de carne pero obligarle a hacerlo sin derramar una gota de sangre, dado que el contrato no lo recoge. Pero los judíos venecianos en el siglo XV podían prestar dinero a un 10 o 12% de interés. Shylock habría podido aducir que la sangre de Antonio era ese interés pactado. 

La inventiva debía levantar, como hoy, alivio entre la audiencia. Pero es un robo gigantesco e impune. El primero de varios. Acto seguido se le exige que corte con precisión, pues de seccionar un gramo más o menos, el judío morirá y sus bienes serán embargados. Y cuando Shylock lo entiende es porque bracea en el mismo caldero ardiente que el Barrabás pintado groseramente por Marlowe: al desistir del cobro, en especie o en dinero (cosa que también se le deniega), se le notifica que por atentar, directa o indirecta, contra la vida de un ciudadano de la República, acaba de perder todos sus bienes, y la vida si su deudor así lo quiere. 

Es un abuso demencial de los derechos de Shylock, incluidos los consentidos y legalmente firmados por el deudor. Y la única forma que tendría el timado de saberlo es entender lo que a esas alturas conoce todo espectador: que el jurista que le está estafando en realidad no lo es, sino solo la novia del mejor amigo… del deudor.  

Validado el embuste, el resto es, proporcionadamente a lo que se ha contado como motivación del usurero, venganza del lado ganador. Arrebatadas todas sus propiedades y bienes, la mitad de ellos se destinan al hombre que raptara a su hija. También se le condena a hacerse cristiano. Una de las últimas líneas que pronuncia el desdichado es, en sí misma, el insulto más logrado, pues viene de sí mismo: “sí, estoy satisfecho”.

Cinco años después el dux seguía contando galeras en un escenario, esta vez turcas, aunque su número no esté claro dado que en la escena III del acto I de Othello (1603) algunas noticias hablan de 107, 140 o 200. Shakespeare reemplazó el estigma del judío por el del moro, aunque no el motivo de su caída, llevado a su autodestrucción por el engaño, que aquí lo es menos a su raza que a su condición de esposo. Antes de que sea Yago quien difunda mentiras sin fin, es Brabantio, el propio padre de Desdémona, el que advierte a su marido Othello de que “si traicionó a su padre podría traicionarle a él también”. 

Representadas ambas obras en Venecia en ese mismo tiempo, quienes asistían al teatro podían pensar fácilmente que el problema consistía en regalar algo a extraños -la confianza, el honor, el respeto- en vez de ponerlo a la venta, y que fuera la propia avaricia judía o falta de medios moros la que se encargara de dejarlo todo en manos estrictamente venecianas, tan honorables como ilustrara Shakespeare. 

viernes, 18 de abril de 2025

Lo que es tuyo si no hay nadie

 


Recorrida ayer por mercaderes -seis veces al año zarpaban de Venecia flotas de quinientas embarcaciones o más, cada una a un puerto- y hoy por consumidores, las grandes rutas comerciales de antaño han dado paso a ejércitos, caravanas y delegaciones de turistas que desembarcan en Venecia como si la puerta a oriente que labró su riqueza diera paso a habitaciones, salones, pasillos y patios suntuosos que ocupar con el ansía que da asomarse a lugares del poder que gobernara el mundo durante siglos y en el que llegaran a acumularse riquezas inimaginables.

Como espacios en los que decidir quién puede estar y quién no, el control de Bizancio, renombrada Constantinopla y hoy Estambul, heredó, con 1600 años de distancia, el ansia de control de los santos lugares de Jerusalén. Hordas de fanáticos cristianos embarcaron en sucesivas cruzadas para arrebatar ambos territorios a fanáticos que los defendían en nombre de un dios distinto. 

Por cada una de aquellas piedras que cambiaban de dueño fugazmente, y a costa de vidas incontables, la República de Venecia erigió una en su propio suelo. Los palacios que se empezaban a levantar pagados con los beneficios del comercio de telas, especias, maderas y metales, algodón y azúcar, alhajas y pieles, vino, aceite, pescado, metales, cera, miel o caballos se terminaban de decorar con los ingresos llegados de los príncipes católicos en su afán por arrebatar a los turcos palacios parecidos en Constantinopla, y el suelo que pisara el mesías del cristianismo.

Venecia empleó su poder marítimo para ayudar a los bizantinos en sus guerras contra los árabes. A cambio fue acumulando privilegios comerciales y mayor autonomía. De ser la embajada bizantina en Italia, pasó a ser su propio portavoz allí donde llegaban sus naves, incluso en relación con el resto de ciudades y poderes italianos, ya fueran Génova o el papado. Leemos que en sus orígenes Venecia era más una colonia espiritual de Bizancio que una provincia salida de la Italia del Renacimiento. 

Las raíces se difuminan en algunos mapas: dibujado el norte donde está el este, un plano de Venecia del siglo XIV traza los canales como si fueran raíces que serpentearan en torno a un avispero enterrado. Por lo mismo, el trazado laberíntico de sus calles pudiera ser herencia transversal de haber tenido en Creta su mayor colonia durante siglos. 

Más civilizada, o solo más práctica, la cruzada diaria en suelo veneciano aspira hoy a arrebatar la visión de las obras de Tintoretto de los turistas japoneses para ofrecérsela a los holandeses, expulsar a éstos entonces y dar entrada a los españoles, y así sucesivamente. Un mercado de ojos, oídos, manos y bocas que se negocian sin descanso. Domesticado por el declive y la irrelevancia, un poder amaestrado acaba por atraer todo tipo de parásitos sin los cuales ya no sobreviviría. Antaño temible al salir de caza, el león de San Marcos -símbolo de la ciudad-, apacienta hoy rebaños. Ilustrado por Ángel Mateo Charris, la edición que poseo de Muerte en Venecia incluye a un león asomando, magnífico y enorme, del agua hasta quedar enfrente de un turista que esperara al vaporetto en un muelle. Pero no como si fuera a devorarle sino a permitirle subir a su grupa y trasladarle a algún sitio de la laguna. 

El dominio comercial más hereditario de su tiempo eligió no dotarse de un tirano que pudiera hacer lo mismo con su estirpe. Durante siglos el proceso de elección de Dux -su máximo dirigente y el patricio veneciano más desdichado de todos, en palabras de Jan Morris- consistió en rondas interminables de nobles que solo servían para elegir a otros, que a su vez seleccionaban a aquellos que elegirían a los siguientes, una sucesión laberíntica de decisores para filtrar las capacidades necesarias y maniatar el poder que se entregaba al final de todos los comités. Como si lo que esperara al elegido tuviera tanto de castigo como de privilegio.

 

 

Escribe Morris que el veneciano gusta de pasear entre los lujosos trofeos que conforman su herencia. Superpuesto, el segundo legado que es el turismo, recorre hoy su presente banalizado, y quizá hay cierto consuelo entre sus habitantes en separar, más simbólica que visualmente, lo que es tuyo, o por lo menos de los ancestros que habitaron, de lo que tantos llegan cada mañana a manosear y consumir, como si los selfis infinitos consistieran, no en sumar la ciudad a tu biografía, sino en adherir tu existencia fugaz a las piedras milenarias. 

Grande o minúscula, una herencia es una forma de recordar, y de juzgar también, a aquellos que te precedieron. Probablemente sirve también para compartir culpas. Uno se despierta en Venecia durante cuatro días y comparte un legado -Joseph Brodsky lo llamó una sensación mitológica- del que puede elegir la parte que más le atrae -la atmósfera, el arte, la arquitectura, el urbanismo, la confluencia cultural, la gastronomía, el agua como calle. ¿Y el resto de tu vida, una vez de vuelta en casa? ¿distinguimos lo que hacemos, pensamos y decimos como parte de una tradición? ¿qué parte de nuestra configuración -geográfica y mental- es sencillo compartir, ceder a otros si nos visitan con la asiduidad bastante?

Uno reconoce como herencia generalizada de lo español el desprecio por el espacio público, el abuso validado por el poder adquisitivo, la validez de las normas pero solo cuando alguien te observa, la conformidad a la injusticia, la ignorancia plácida, la banalidad como rasgo familiar, que poder votar o de la que presumir llegado el caso. Pero también la generosidad, la empatía, la proximidad que no necesita gran información acerca del otro. La alegría, el ánimo gregario, la locuacidad. 

¿En qué gastas una herencia como la que recibes de nacer en Venecia y pasear durante tu vida por sus calles? ¿Y en Madrid? en el espacio en que se apiña Venecia -3 km. de largo por 1,5 de ancho- el urbanismo y la arquitectura que me rodean de vuelta en España seguirán aquí para quienes vivan dentro de cien años como el tipo de herencia que cedes con alivio al caducar tu responsabilidad, tu tiempo de ser juzgado por ello. 

Antídoto necesario para esa fealdad y vulgaridad que conforma una inferioridad visual normalizada, la superioridad visual veneciana de la que habló Brodsky es allí parte de la continuidad histórica que acarrea su herencia. Visitables a escasa distancia de la basílica de San Giorgio Maggiore, las capillas diseñadas como arquitectura o escultura contemporáneas que esconde el pequeño bosque anexo aúnan intimidad y trascendencia con una delicadeza y una quietud ausentes en el catolicismo. A veces la mejor forma de aceptar un legado es ignorarlo. 

jueves, 17 de abril de 2025

El niño que era una ciudad

 


En los casi sesenta años transcurridos desde la publicación de Muerte en Venecia (1912) y su adaptación a cine (1971) el agua que cubre la ciudad italiana vio anegarse Europa en sangre dos veces, una de 1914 a 1918, otra de 1938 a 1945. Las nociones decadentes de pureza, belleza y otros ideales de imposible adquisición acaso habían corrido la misma suerte cuando Visconti fijó la novela de Thomas Mann como un espejismo -extremadamente fiel al texto- que en esa década sonaba tan anacrónico como lo fuera, años antes, su propia adaptación de El gatopardo a la hora de contar el tránsito de una sociedad feudal a su equivalente salido de las revoluciones burguesas del XIX. 

Es otra novela la que viaja hacia nuestra mirada actual para asistir a Muerte en Venecia en cualquiera de sus versiones. Escrita por Vladimir Nabokov en 1955, Lolita plantea la relación entre un hombre de 40 años y su hijastra de 12. Años más tarde Stanley Kubrick moduló esa relación delictiva al incrementar la edad de la víctima, cuya actriz protagonista contaba en ese momento 16 años. Pero la bomba moral que estalló en cines no llegó a tiempo de impedir la onda expansiva que produjo la publicación de la novela, cumplidos apenas dos años desde que Eisenhower llegara a la presidencia de Estados Unidos prometiendo una cruzada moral, y una “renovación espiritual” que llevó al presidente del Tribunal Supremo a considerar “cómo la superestructura de gobierno y jurisprudencia se basaba en la Biblia”. Sin que sea imprescindible, la novela de Nabokov deja saber en todo momento quién es culpable y quién no. 

No es algo que la de Mann permita a simple vista. Coescrito por Visconti y Nicola Badalucco, el guión que alteró lo que hubiera en la mirada del protagonista hacia el adolescente al llenarla de certezas previas que no estaban en la novela. Así, el eminente profesor llegado a Venecia pasó a estar casado y ser padre. Más grotescamente, al ver al adolescente del que se ha enamorado pulsar teclas de un piano, la película le hizo recordar a una prostituta que también insinuaba la misma melodía de Beethoven. Es un misterio por qué su nombre -Esmeralda- es el mismo del barco en que el protagonista llega a Venecia. 

Una conclusión posible es que Visconti tratara de inclinar esa atracción prohibida hacia un sentido más literal, quizá para equilibrar el mucho más abstracto sentido que las disquisiciones sobre belleza y pureza del alma del artista proyectan sobre la turbación que experimenta el protagonista. Como si en 1971, con Nixon ya en la presidencia infame de Estados Unidos, la obscenidad de esa atracción exigiera una traslación más directa y punible que la ambiguamente estética que Mann puso en la novela. Quizá por eso los rasgos del indefenso Dirk Bogarde son una bacanal de sobreactuación. 

“No puede estar orgulloso de su corazón” -se escucha en la película al caer su protagonista víctima de agotamiento. “Demasiado tarde. Tenía que seguir queriendo lo que había querido el día anterior” -se lee en la novela. Y ya más explícito, “era como si su conciencia lo estuviera inculpando después de una orgía”. A la hora de modelar el comportamiento del adolescente, Visconti no tuvo necesidad de forzar la natural, aunque ambigua, inclinación del personaje. Si en la novela “en los ojos de Tadzio sí brillaba un deseo de explorar, una indagación pensativa; su andar se volvía vacilante, bajaba la mirada al suelo y volvía a levantarla… algo en su actitud parecía insinuar que solo la buena educación le impedía volverse”, en la película es esa ambigüedad majestuosa la que tira de los ojos turbados de ambos, más explícitamente del hombre adulto. 

Una segunda podredumbre avanza sigilosa e inadvertida, y acaso esa es la peste que Mann, y luego Visconti, eligieron mostrar como una sombra oscura y ominosa que revelara así los pasos prohibidos del cuerpo. “¡La consigna es callar!” -exclama el protagonista en la novela cuando afronta el silencio de la prensa ante la epidemia probable- “hay que silenciar el problema!”. Ya cerca del final, repite esa expresión cuando es “víctima de compartir un secreto y una culpa”. 

Fuera de novelas y películas, la decadencia que rodeaba la visión del joven barón polaco de once años, que impactó a Mann al verle en 1911 durante uno de sus viajes a Venecia, era también la del fin de los imperios, que se precipitaría solo tres años después, al dar comienzo la Primera Guerra Mundial. Y que añade un sentido ominoso a lo que el propio Mann dejara dicho de su novela: “en ella no hay absolutamente nada inventado… todo estaba ya allí, solo había que disponerlo en su sitio para que revelase su potencial interpretativo dentro de la composición”.

Fue estando en Venecia que Henry James escribió cómo un pequeño travieso le pareció la criatura más bella que había contemplado. Dijo que siempre recordaría a ese eros analfabeto. Javier Reverte recordaba que aquel niño que Mann convirtiera en novela creció y llegó a luchar contra la Alemania nazi, en uno de cuyos campos de concentración pasó seis años. Tras imponer a Polonia un régimen comunista, sus bienes fueron confiscados. Halló trabajo como traductor en la embajada iraní en Varsovia. Y acabó sus días en Francia, donde falleció a los ochenta y seis años. 

Superado el alambicado tejido de disculpas, estéticas e intelectuales, sobre la atracción de la belleza juvenil e inmaculada a ojos de un hombre envejecido, Mann no ahorró calificativos a la hora de juzgar al observador: “despertó enervado, deshecho, enteramente a merced del demonio… cuando en la playa su mirada se posaba inmóvil, grave e irresponsable sobre el objeto de sus deseos, o cuando lo perseguía al atardecer indignamente por callejas… la infamia más monstruosa le parecía llena de promesas y encontraba caduca la ley moral”. La metáfora es incurable -escribió Brodsky.

Uno asiste hoy a la película y cree que el adolescente y la peste son la misma cosa, que quien no ve su perdición llegar es porque cree ver algo igual de envenenado. Visconti -un apellido lombardo que entró en guerra con Venecia a mediados del siglo XIV- solucionó el dilema mostrando el final en un plano aéreo y alejado en el que, al desplomarse el hombre en la playa, el adolescente no está cerca. Y si lo está hemos de imaginarlo. Acaso como también hiciera el desdichado. Si la cámara se hubiera elevado lo bastante, un conocedor habría podido distinguir la ubicación de las iglesias construidas para dar gracias por el fin de las epidemias de peste. La Salute. Il Redentore, San Rocco, San Sebastiano o San Giobbe. 

martes, 15 de abril de 2025

La ciudad sin siglo XX

 


De cuantas cosas puede buscar alguien en las callejuelas, canales y plazas venecianas, ninguna más extraña que tratar de localizar el siglo XX. Se anuncia estos días la subasta en Viena de una obra desconocida de William Turner -Venice, seen from the Canale della Giudecca, with the Santa Maria della Salute Church- y resuena como una excavación rentable en busca del siglo XIX veneciano, del que Turner dejara más de mil dibujos a lápiz, decenas de lienzos y más de un centenar de acuarelas. 

Debajo de esas aguas, que pintadas por Guardi, Canaletto, Turner o Tintoretto parecen de mares diferentes, yacen cientos de anillos, arrojados al mar durante generaciones de dirigentes venecianos en incontablesreuniones internacionales del comercio, significadas por el gobierno de la República para señalar su dominio eterno sobre el Adriático y el resto de los mares. Representando el compromiso renovado, el desposorio de la ciudad con el mar del que obtenía todo, también simboliza la voluntad de no envejecer a que se aferra aquello imposibilitado de rejuvenecer. Ninguna ciudad europea habrá cambiado menos en los últimos siglos.

Vivificada por el turismo, la momificación de la República devino en el compromiso por hacer visitables los lienzos de Canaletto. Y eso es lo que describieron los visitantes del XIX y el XX. John Ruskin escribió que al contemplar el reflejo en la laguna te preguntas cuál es la ciudad y cuál es la sombra. Su delirio dogmático por necesitar que cada piedra hablara de la religión adecuada le hizo definir el Renacimiento como el retorno a un sistema pagano. Llamó un desastre a lo traído por Sansovino, Scamozzi y Palladio… vio una decadencia instantánea allí donde miraba, “una mezcla de locura e hipocresía. La mitología, mal comprendida, convertida en sensualidad malsana, reemplazó los asuntos religiosos que llegan a la blasfemia en manos de Carraccio. Dioses sin poder, sátiros sin naturaleza, ninfas sin inocencia, hombres inhumanos. Todos vagaban en grupos estúpidos sobre el lienzo deshonrado. Las estatuas teatrales ofendían las calles con sus mármoles lujosos. La inteligencia era cada vez menor. La escuela paisajística, inferior, usurpaba el lugar de la pintura histórica, convertida en banalidad envenenada”.  

Vio en el esfuerzo de Claudio Lorrain, Gaspard o Canaletto la paciencia idiota de quienes pasaban el día pintando barcos, la bruma, el mar, bestias enormes. A sus ojos el catolicismo, la moral, el coraje, la inteligencia y el arte se despeñaban juntos. Su lamento desquiciado -que la admiración reemplazara a la devoción- no podría salir hoy a la calle. Y el mundo saldría ganando. 

Escribió que era en Venecia de dónde debían propagarse los embates que buscaran derruir el lamentable arte del Renacimiento. Habló de un abismo de decadencia abierto a los pies de Palladio. Obras que carecían de reflexión y sentimiento, una arquitectura defectuosa, sistemáticamente fea. El prestigio de Ruskin -Proust, como tantos, viajó a Venecia con sus libros bajo el brazo- solo es comparable a su cansancio al mirar, al esfuerzo que debía suponerle ver y calibrar tanta belleza forzada a serlo únicamente si se atenía a un pasado concreto, si se avenía a no salir de él. 

 

 

Mucho más sensato a la hora de calibrar las obligaciones de tanto sedimento cultural, Henry James -que cuando llegó por vez primera a la ciudad lo hizo acompañado del libro de Ruskin- dijo de éste que se había hartado de Venecia, aunque “solo tras media vida de placer y una fama sin medida”. Que una hora en la laguna valía por cien páginas de prosa desmoralizada. Y que una vez allí, el visitante se sentía llamado a imitar la forma de vida italiana, predominantemente fácil. “A menos que uno se conceda a sí mismo, como Ruskin, que Tiziano o Tiépolo le pongan de mal humor”. Casi dan ganas de pergeñar las líneas desquiciadas que dejó Ruskin con tal de que James escriba sobre ti. Pese a todo, éste consideraba Las piedras de Venecia la mejor lectura posible una vez allí. Y es de hecho el único de cuantos libros se mencionan aquí que hallamos en nuestro recorrido por palacios y museos. 

James definió la ciudad como la más bella de las tumbas. “En ningún otro lugar del mundo se ha permitido al pasado descansar en paz con semejante dulzura, ni tanta tristeza en el recuerdo y la resignación”. Los mosaicos de la catedral bizantina de Torcello le parecían apóstoles guardianes intensamente faltos de una deidad privada. Los ángeles del techo de la iglesia de los Gesuiti le recordaban a Jan Morris las ranas comestibles del mercado de pescado de Hong Kong, sujetas con alambres, vivas pero inmovilizadas. 

El agua en Venecia reposa en una suerte de trance -escribió ésta. Joseph Brodsky sugirió que el paraíso y las vacaciones tienen en común que has de pagar por ambos, y la moneda es tu vida previa. Equiparó a Dios con el tiempo. El polvo -escribió- es su carne. Cuando dice que para tener otra vida uno debería ser capaz de terminar la primera, tanto podría estar hablando de sí mismo como de Venecia. Los orígenes de la ciudad aún la circunscriben -escribió John Julius Norwich. 

Encerradas dentro de los muros de los que zarpaba el poderío naval de la República, las bienales que muestran la vanguardia arquitectónica y artística parecen a salvo de la ciudad y viceversa. Como si en Venecia el pasado solo consintiera en acoger el futuro si puede vigilarlo. 

domingo, 13 de abril de 2025

Me pintan mientras camino



Pintado a finales del siglo XV, La recuperación de las reliquias de la cruz, de Gentile Bellini, ilustra la expectación popular que rodea a un grupo de buceadores en uno de los canales, vigilados por unas modestas góndolas. Obra de Franceso Bassano, El papa Alejandro III entrega la espada al dux Sebastiano Zianni (1577-1785) recrea el desembarco del primero frente al Palacio Ducal. Solo que la plaza pintada era ya la de su siglo XVI y no la del XII en que ocurriera realmente la escena. Cuando Tintoretto pintó casi al mismo tiempo La conquista de Constantinopla, mostró el caótico ataque de la flota veneciana a las murallas de la ciudad. Pintado siglos más tarde, La entrada de las tropas napoleónicas en Venecia (1848), de Lattanzio Querena, parece haber añadido barcos a vapor sobre los que hubiera en tantos de los lienzos idénticos alumbrados durante cientos de años desde ese mismo lugar. La memoria de Venecia recuerda, en sus lienzos, la historia de la navegación a lo largo de esos siglos. Quizá porque eran la misma cosa.

Nada amalgama el paso del tiempo como el agua que baña sus orillas. Pintado por Giovanni Antonio Canal -Canaletto- en 1727, El retorno del Bucintoro el día de la Ascensión tanto podría ilustrar uno de los itinerarios votivos que en el Antiguo Egipto embarcaba la efigie de un dios y recorría entre ofrendas el tramo seleccionado. O escenificar una de las batallas navales que se representaban en la Roma imperial. Todo lo que habría que hacer es cambiar los edificios que en su lienzo sirven de fondo a las embarcaciones, suntuosas y mundanas, que atestan el gran canal veneciano, y poner en su lugar ciertas pirámides o templos egipcios, o un coliseo atiborrado que contemplara el espectáculo.

El tiempo cubre la figura de Canaletto como si las mareas del pasado le devolvieran tanta dedicación a contemplarlas: se leen tres fechas posibles de nacimiento, cuatro de su muerte. Si recelaba del destino que su padre quería para él -escenógrafo- y recaló en Roma a los veintidós años, regresó a Venecia para pintar, una y otra vez, el telón de fondo que constituía la vida de sus habitantes, algo que más tarde repetiría al mudarse a Londres en 1746, allí donde estaban sus clientes desde hacía décadas. 

¿Llegó a preguntarse si los coleccionistas británicos para los que pareció trabajar en exclusiva admiraban en sus vistas de los canales venecianos la inundación constante de sus calles bajo la lluvia del archipiélago inglés? como si brotara de esa familiaridad compartida, cuando en 1754 pintó el Interior de la rotonda de Ranelagh, en Chelsea, pareció recrear una gigantesca excrecencia brotada del centro del edificio, un hongo llamado por la música que interpreta la orquesta que ubicó a la derecha del lienzo.

Pintado en 1726, las vistas del Campo san Giacometto muestran lo que parece la venta ambulante de lienzos que unos sostienen y otros admiran, acaso sopesando su valor como se ven forzados a hacer hoy en sus inmediaciones quienes salen de la minúscula focacceria sita ahí mismo para evitar que las gaviotas se las arrebaten. La Visita del Dux a la Iglesia de San Roque (1735) muestra a la corte bajo palio y a una docena de cuadros al sol, apoyados en dos edificios colindantes. El lugar del arte en ese tiempo podía no hallarse muy lejos de donde se hallaba quien lo pintaba. 

Tampoco la vida cotidiana: la vista del Río dei mendicanti (1723) permite tomar los deslucidos pendones que caen desde lo alto de un edificio por bufandas raídas no tan distintas de las prendas que cuelgan, puestas a secar, a apenas unos metros. Pintado dos años después, El canal grande desde el puente de Rialto hacia Ca´Fosfari (1725) luce, atiborrado de embarcaciones aparcadas a ambos lados, como si las multitudes que aparecen subidos a ellas en Regata en el Canal Grande (1740) estuvieran ya ahí, agazapadas, descansando de lo que les tocara desempeñar en el cuadro previo. 

Eso tampoco requería dejar de poner a los mismos en cuadros diferentes. La primera versión de El retorno del Bucintoro el día de la Ascensión, pintada cuando Canaletto contaba treinta años, sugiere una verbena acuática en la que todos cuantos fueran capaces de botar una embarcación -desde las que parecieran forradas de oro a las más humildes- se agolpan como si supieran el ancho que ocupara eso en el lienzo. Pintada la misma escena dos décadas después, toda esa alegría abigarrada parece haberse ido a otro cuadro, uno de Tintoretto probablemente. O a El dux en el Bucintoro se dirige a San Nicolò di Lido, de Francesco Guardi. 

 

 

Contempladas hoy, muchas de sus obras parecen contener apenas a los locales que hubieran salido a la calle el día después de que todos los visitantes se hubieran marchado de vuelta a sus países o al siguiente destino de la gira europea por las grandes capitales que se popularizara entre las clases altas continentales en el siglo XVIII. O como si los días de la peste o del cólera, que diezmaran la ciudad siglos antes, hubieran dejado Venecia para los diecinueve que asoman en el majestuoso conjunto de casas que se abre a ambos lados del Gran Canal entre el Palacio Bembo y el Palacio Vendramin Calergi (1730) o los veintiséis que hay delante de la Escuela de San Roque (1731). 

Serían otros quienes llenaran esos espacios de masas apiñadas. Gabriel Bella, en La coronación del dux en la escalera de los Gigantes. En El jueves lardero en la Piazzeta. En El dux agradece al Gran Consejo su elección, todas ellas pintadas antes de 1792 y apiñadas, también ellas, en una de las salas superiores del palazzo Querini. Lattanzio Querena llenó de gente El pueblo veneciano enarbola la bandera italiana en la plaza de San Marcos. O el Desfile de las tropas en la plaza de San Marcos. El modelo de todos ellos pudo -debió- haber sido la Procesión de las reliquias en la plaza de San Marcos (1496), de Gentile Bellini. En Venecia quien quisiera pintar multitudes solo podía repartirlas subidas a sus barcos o en esa misma plaza. 

La maldición de todo prodigio basado en sus extremos -las crecidas y bajantes del Nilo, el amor y el hastío, el hambre y la indigestión- eligió a Canaletto como uno de sus historiadores del siglo XVIII: alguien que pintaba lo que cualquiera veía con solo pasear por su ciudad y que, al hacerlo únicamente para coleccionistas británicos, lo hacía así para quienes no gozaban ese sencillo privilegio. La clase de virtuosismo que, al retirarse las aguas del prestigio, dejara al descubierto el cieno que supone, en arte, manufacturar souvenirs, algo que meramente te recuerde dónde has estado. 

Si en Gran Bretaña eso es un valor, en Venecia es una maldición sin escape posible. Expuesto inevitablemente a la comparación con quienes, como Tintoretto, los hermanos Bellini o Carpaccio, nacieron allí, o con los muchos que acudieron a la República a pintar al amparo de su belleza arquitectónica y la gloria de los edificios a decorar, un pintor de paisajes urbanos -por mucho que destilen nitidez- está condenado a ser visto como un mero fotógrafo, alguien empeñado en plasmar la belleza a la que no añades nada.

Henry James, que afirmó que la ciudad entera era pintor y modelo y que la historia veneciana era visitable en los techos y las paredes de sus palacios, acusó a Canaletto, no de ser indigno de la historia pictórica de la ciudad, sino de su urbanismo. Le achacó haber desfigurado sin vergüenza alguna -le cambió de lado del canal- al profeta San Simeón en lo alto de las escaleras de la iglesia de los Descalzos. Culpable de malas prácticas, de falsear sin imaginación y de mover aquello que pintaba, buscando una mejor composición, una más efectista. 

Horadadas sus calles en nuestros días por el tránsito turístico y por proporcionales multitudes de comercios que afean el pasado del que viven, el arte maltratado de Canaletto preserva hoy la decadencia natural de un prodigio previo al que millones de visitantes convierten en cuadros fotografiados allí donde miran. Como si salvara esas mismas calles de las aguas del turismo, el reproche de James -“Este o aquel lugar parecerían exactamente los que pintó si no fuera distinto casi todo”- significa hoy lo contrario que en el siglo XIX. 

 

 

Lo que le negara un lugar en la historia de la pintura italiana de esos siglos se lo devuelve hoy su contribución a la memoria de un mundo sin fotografías de aquel tiempo. Asistimos a su obra como a un documental, y poco nos asombra más que ver Venecia vacía. Como si estuvieran todos detrás de él, viéndole pintar lo que hasta el mendigo más desdichado veía cada día sin que nada de ese inmenso valor retratado le exigiera un precio por mirarlo o pasear por sus trazos. Algo que extrañamente tenía un valor desorbitado si te lo llevabas pero no si era tuyo donde estaba. 

En vísperas de viajar a Venecia, una exposición en el museo Thyssen Bornemisza de Madrid acoge una selección de la obra del también veneciano Francesco Guardi en el museo Gulbenkian de Lisboa a la que puede accederse por dos lados. Uno exige pasar antes por la sala de Canaletto. El otro llega a ésta como una conclusión de la obra de Guardi, más sombría y poblada. Pero es una obra de Gaspar van Wittel -Piazza Navona, Roma (1699)-, situada en la planta baja del museo, la que acaba ilustrando cómo podría ser la obra de ambos -Canaletto y Guardi- de haber nacido rodeados de asfalto y no de agua. 

El costumbrismo al que desdeñosamente condenamos su esfuerzo es testigo de otra forma de vaciado que se cernía sobre toda esa belleza como si un decorado imposible fuera a quedarse solo en eso. Sin saberlo, Canaletto estaba pintando postales de un mundo que se acababa. Apenas pasarían cuatro décadas hasta que aquello que simbolizaba el esplendor milenario de la República -sus palacios, sus góndolas, sus canales, sus estatuas- dejara de existir como propio. Cuanto Canaletto puso en sus lienzos era ya de la Francia napoleónica en 1797. Solo había transcurrido un siglo desde que éste naciera.

viernes, 11 de abril de 2025

El cofre de los mares

 


Las fronteras son invisibles. Hay que buscarlas en un mapa para advertir que las estás pisando. Esa ambigüedad hace que sean sencillas de cambiar en cualquier momento, generalmente por las malas. Otra cosa son las fronteras explícitamente físicas. Un océano marca los límites de un territorio, aunque no por ello lo haga menos vulnerable. El agua, hecha de olas, de impulsos, de ondas que hacen imposible discernir dónde acaba una y empieza otra, es paradójicamente, junto con el lenguaje, lo que con más claridad separa las comunidades humanas.   

Pocos imperios duraderos de la antigüedad lo fueron sin aliarse con los mares del mundo. O con sus parientes del interior. La civilización egipcia lo hizo a la sombra dual de las crecidas del Nilo. Mayas, aztecas e incas prosperaron gracias, en parte, a las selvas prodigiosas alimentadas por los mares que llueven sobre ellas anualmente. Incluso cuando aquel mundo fue barrido, los nuevos imperios que surgieron para reclamar el control de territorios allende sus propias fronteras -portugués, español, otomano, británico- ganaron y perdieron su preeminencia hasta dónde lo hacían sus flotas. 

Aquello que apenas tiene territorio para ser una ciudad no puede ser llamado imperio, y ya es bastante prodigio que unas pocas islas no muy grandes ni muy pobladas lograran perdurar en Venecia el tiempo suficiente bajo la forma de un Estado. Como si el mar hubiera sido, de facto, el suelo disponible en que erigirlo, asentarlo y defenderlo. De haberse podido juntar cuantas embarcaciones salían en un año de sus astilleros, el mayor estado comercial de su tiempo hubiera cabido en sus bodegas como después pareció querer resumirse en la plaza de San Marcos, que Henry James comparó con la cubierta -de primera- de un barco. 

El agua de la que surgió Venecia como dominador del comercio mundial mecía una frontera doble en su tiempo. Y ambas viajaban en sus embarcaciones. Como Marco Polo -veneciano-, su lugar en el mundo aunaba una puerta de occidente a oriente, y viceversa. Entre Roma y Bizancio, el cristianismo que llamaba a sus puertas para combatir el islam hubo de someterse a condiciones a veces estrictamente comerciales que exigían el pago en moneda de este mundo. Alguien dejó escrito que todo el oro de los reinos cristianos era manejado antes o después por manos venecianas.

Su acumulación era visible en todo el orbe. A comienzos del siglo XIII la cuarta cruzada acudió a esas mismas manos para pedir que fuera la flota de la República veneciana la que trasladara los ejércitos francos -unos 34.000 hombres y sus monturas- a tierra palestina. Acordado el precio, que incluía recibir la mitad del botín, y dispuesta y aprovisionada la flota, los cruzados se mostraron incapaces de pagarlo. “Habituados al incumplimiento de un contrato” -escribe Jan Morris-, los venecianos exigieron entonces como condición para embarcarles el prestarse a derrocar ciertas revueltas en algunas de sus colonias en el Adriático. La Cruzada se convirtió en un ejército privado a favor de los intereses comerciales de la República, que se desvió también para atacar Constantinopla, deponer al emperador, llenar las bodegas de la flota de sus riquezas y asentar así su dominio comercial sobre lo que entonces era una cuarta parte de las posesiones del Imperio romano. Jamás desembarcaron en Tierra Santa. 

La soberanía del papado -y el veto a comerciar con países musulmanes- naufragaba a menudo ante el poderío comercial y representativo de la República, sin cuya aquiescencia no podían embarcarse y ser transportados los ejércitos del catolicismo en sus expediciones, vestirse los altares papales o sazonar con especias lejanas sus banquetes. La apariencia de puro placer que esconde desplazarse hoy por sus canales en góndola o vaporetto no oculta que el poder de Venecia es en esencia, aunque reducido a sus límites, el mismo, aunque la frontera -sagrada, irrenunciable- sea en nuestros días moverse por sus calles sin perder el día.

La imagen asombrosa llegada del siglo XVI, cuando un barco de guerra era construido y botado a diario en sus astilleros, se proyecta hasta hoy como si nos buscara, y esas dieciséis mil personas que trabajaban dentro de un recinto amurallado de tres kilómetros de perímetro -la mayor industria del mundo en ese tiempo- fueran las mismas que parecen salir de cada calle el día que llegamos para invadir algo o todo a la vez.

El mapa de su declive es también una sucesión de fronteras traspasadas -la de su preeminencia en Oriente Medio al caer Constantinopla en manos otomanas en 1453, la que vio concluir su monopolio del comercio con oriente a raíz de la ruta hacia las Indias revelada por Vasco de Gama en 1498. Y la que puso final a su existencia como poder autónomo cuando Napoleón la invadió en 1797. Fue un poder invasor el que abolió la inquisición y las órdenes religiosas. No la necesidad de purgar de clérigos sus órganos de gobierno porque en eso la República fue sensata desde el primer momento. Quizá porque no hay muros sin puertas, si la caída de Constantinopla supuso el declive comercial de Venecia, también trajo el auge de su pintura y escultura. 

 

 

Una frontera es también algo a punto de ser lo contrario de lo que es. Durante dos siglos -de 1700 a 1900 aproximadamente- se desembarcaba en Sant´Erasmo los residuos llegados del drenaje de los canales venecianos, abonando las tierras del litoral y aumentando así su resistencia a la erosión marina. Ese engrudo también contenía restos de producción de las fábricas de cristal de Murano (fragmentos de vidrio, cenizas, pedazos). Hasta hoy es aún frecuente ver aflorar de la tierra restos de vidrio trabajado, huesos, o fragmentos de vasijas. 

También aflora agua. La isla abunda en pozos y ya desde finales del siglo XVII se alababan sus huertos y jardines. Hoy todas aquellas ciudades que exportaran sus basuras orgánicas a esa pequeña isla reciben de ella parte de las frutas y verduras que consumen durante todo el año, e incluso alguno de los más refinados vinos que se elaboran en la región. Las cartas de los mejores restaurantes venecianos mencionan que las verduras -entre ellas sus afamadas alcachofas- provienen de Sant´Erasmo.

Ingleses trasplantados a Venecia aún decían, tras décadas establecidos allí, que la mentalidad anglosajona simplemente no existía allí, no tenía cabida en un lugar en el que la aplicación de la ley era eminentemente laxa. Un siglo antes había sido otro inglés -éste de adopción- el que trazara la misma frontera al escribir que las viejas costumbres resultan impracticables y uno se ve forzado a adquirir otras nuevas, que ni desea ni son de provecho. 

Quizá obligada por su escaso tamaño a la concentración de significados, durante siglos la plaza de San Marcos representó el puerto de llegada de cuanta dignidad real, comercial o papal arribaba a la República, y justo unos metros más adelante, también el lugar en que toda frontera dejaba de existir, pues era donde todo el mundo concurría para celebrar algo, pobres y ricos, locales y visitantes. Sus procesiones, desfiles y celebraciones se conmemoraban mezcladas. La propia Basílica no describe en primer lugar el poder del catolicismo, sino la historia y el esplendor de la República.

La piedad laica es una frontera más. Presentes en toda la ciudad a través de edificios no menos suntuosos que los palacios de su aristocracia, las Hermandades eran asociaciones religiosas laicas donde se rezaba en grupo, se recolectaban fondos y se pagaban misas para sus miembros enfermos o fallecidos. Acogían a quienes carecían de medios para pagarse por sí mismos las misas para la salvación de su alma. La mayoría de ellas estaban compuestas por miembros de algún gremio o asociación local. La Scuola Grande de I Carmine acumulaba en 1675 unos 75.000 miembros. La mitad de la población de la ciudad. A ojos de las familias más adineradas financiar la fachada de una iglesia les permitía honrar a sus miembros más importantes. Poseía el mismo significado que un panteón familiar. John Ruskin lo llamaría más tarde el ateísmo insolente de algunas iglesias. 

Lo que separa aquello que te sobra de lo que necesitas es una frontera más. John Ruskin la experimentó en Venecia entre las piedras consagradas a un dios y las que no, un muro que le oprimía y cegaba. O al menos lo siente así quien lee sus escritos. Vio fronteras morales o las deseó, fueran regladas o percibidas. Debía pensar que las leyes suntuarias, que estipulaban lo que podía vestirse y lo que no, eran igual de demandadas por la arquitectura exhibicionista de la República desde los días del Renacimiento. 

La pureza que exigía iba en dirección contraria a sus pasos: a finales del XVI por cada monja, mujer burguesa o aristócrata que vivía en Venecia había una prostituta y media. Muchos de los retratos femeninos tempranos -vírgenes y santas- de Tiziano se nutrían probablemente de esas mismas cortesanas.