En un extraño acto de compensación, la voz que los Consejos de gobierno venecianos hurtaron a su máximo dirigente, el Dux, para controlarlo, se encarnó simultáneamente por escrito en una autobiografía de la República, formada por 250.000 libros, documentos y pergaminos que recogen la voluntad del Estado durante siglos. Sus decisiones, edictos, acuerdos comerciales, condenas y perdones, los barcos que salían anualmente de sus astilleros, los que se perdían en medio de una tormenta, y con ellos su valiosa carga. Los juicios que ello podía acarrear, los contratos que se incumplían, el veredicto de la República en esos casos.
De haberse perdido todo eso, de haber volado por los aires el archivo ducal de la misma manera que un militar veneciano dinamitara el polvorín turco que ocultaba el Partenón, aún podríamos asistir a un resumen decentecon solo leer El mercader de Venecia, que Shakespeare escribió entre 1596 y 1598. No al revés porque dudosamente la oligarquía veneciana que gobernó el Estado durante siglos hubiera aceptado guardar entre sus legajos un texto que describe la historia de un mercader local que se arruina al perder sus barcos -afamada prenda de garantía veneciana- y ve su destino oscurecerse al ser incapaz de cumplir un contrato, no devolver el préstamo estipulado, y salir indemne por la argucia legal que estafa al demandante, anatemas en una República que vivía de su solidez financiera, la seriedad de sus compromisos y la fabricación de embarcaciones sólidas y duraderas. Su reputación de honestidad comercial se apoyaba en generaciones de venecianos duros y trabajadores, que respetaban la riqueza y la avalaban con su esfuerzo. A cambio la República presuponía lo peor de cada uno -escribe Jan Morris.
La transacción, el tipo de cambio, coexiste en la obra de Shakespeare con su equivalente personal: la pérdida de la hija de Shylock, el prestamista judío, devalúa el valor de serlo. Y los bienes robados con los que esta huye también contribuye a contar que, a ojos hebreos, el valor de una persona se pesa en balanza monetaria. Al escaparse de casa con dinero y joyas paternas para casarse con un cristiano, Shylock lamenta un mismo duelo –“mi dinero cristiano”.
Éste es, ciertamente, como cualquier personaje, una balanza. La libra de carne que exige contiene también el peso de la tradición, la marginación ligada a su fe y el resto de hierros afilados de su afán de beneficio, restitución y venganza. Pero Shakespeare ya había escrito Ricardo III, y sabía que un mal tan marcado exige, en el otro platillo, una lucidez igual de densa y poderosa. La humanidad compleja que insertó en Gloucester, y después pondría en Macbeth, incluye el miedo. Ambos lo tienen en algún momento. Y eso irónicamente les humaniza aunque sea la raíz de su bestialidad sanguinaria.
Shylock es distinto, no hay miedo en él. Sí ira, rabia e impotencia. También algo que le une a Ricardo III; el victimismo, la lúcida expresión de la inferioridad o el maltrato que no se merecen. De ahí sus líneas magníficas que le equiparan a quienes le injurian: “¿No tiene ojos un judío? ¿No tiene manos un judío, ni órganos, proporciones, sentidos, pasiones, emociones? ¿No toma el mismo alimento, le hieren las mismas armas, le atacan las mismas enfermedades, se cura por los mismos métodos? ¿No le calienta el mismo estío que a un cristiano? ¿No le enfría el mismo invierno? ¿No sangramos si nos espolean? ¿No nos morimos si nos envenenan? ¿No habremos de vengarnos, por fin, si nos ofenden?”
A medida que la obra se acerca a su final, y la libra de carne de Antonio al cuchillo, también la justicia ha de acercarse a la venganza. Cristopher Marlowe renunció a la sutileza al proponer esa alianza imposible entre cristianos y turcos en su obra El judío de Malta (1590). Y Shakespeare tomó al menos un rodeo más digno. Primero, tornando las razones de la enemistad entre Antonio y el prestamista judío, que pese al memorial de agravios literalmente escupidos que Shylock recordara, pasa a ser, en boca de Antonio, como “muy bien conozco sus motivos:/ a menudo he librado de sus garras/ a muchos que vinieron, afligidos, a pedírmelo./ Por eso me odia”.
Después, ya a las puertas del juicio, en boca ecuánime del dux de Venecia resulta –“estar aquí para responder/ a un adversario de piedra, a un cruel miserable,/ incapaz de piedad, vacío, y que no tiene/ ni un solo gramo de compasión”. Se permite sugerir la condonación de la deuda dadas las desdichas que se acumulan sobre el deudor, merecedora de arrancar compasión “hasta de los más obstinados turcos”, salvo quizá cuando aparecen en otra obra sobre judíos.
El rodeo es tan amplio que pasa también por lo que Shylock tiene que decir del sentido de la justicia veneciana: “hay entre vosotros muchos a quienes compráis como esclavos,/ a quienes como asnos, perros, mulas/ hacéis trabajar en las tareas más serviles y abyectas/ solo porque habéis pagado por ellos. ¿He de ser yo quien diga/ que los dejéis en libertad, que los caséis con vuestras hijas,/ quien pregunte por qué bajo su carga sudan, y por qué/ no son sus camas blandas como las vuestras?”.
El honorable mercader veneciano Antonio ve hundirse sus barcos y con ellos la posibilidad de devolver lo prestado. Y aún así Shylock, no hay que decirlo, pierde. A pesar del contrato. La estratagema que Shakespeare heredó de Giovanni Fiorentino, Alexandre Sylvane o Anthony Munday es conceder al judío la libra de carne pero obligarle a hacerlo sin derramar una gota de sangre, dado que el contrato no lo recoge. Pero los judíos venecianos en el siglo XV podían prestar dinero a un 10 o 12% de interés. Shylock habría podido aducir que la sangre de Antonio era ese interés pactado.
La inventiva debía levantar, como hoy, alivio entre la audiencia. Pero es un robo gigantesco e impune. El primero de varios. Acto seguido se le exige que corte con precisión, pues de seccionar un gramo más o menos, el judío morirá y sus bienes serán embargados. Y cuando Shylock lo entiende es porque bracea en el mismo caldero ardiente que el Barrabás pintado groseramente por Marlowe: al desistir del cobro, en especie o en dinero (cosa que también se le deniega), se le notifica que por atentar, directa o indirecta, contra la vida de un ciudadano de la República, acaba de perder todos sus bienes, y la vida si su deudor así lo quiere.
Es un abuso demencial de los derechos de Shylock, incluidos los consentidos y legalmente firmados por el deudor. Y la única forma que tendría el timado de saberlo es entender lo que a esas alturas conoce todo espectador: que el jurista que le está estafando en realidad no lo es, sino solo la novia del mejor amigo… del deudor.
Validado el embuste, el resto es, proporcionadamente a lo que se ha contado como motivación del usurero, venganza del lado ganador. Arrebatadas todas sus propiedades y bienes, la mitad de ellos se destinan al hombre que raptara a su hija. También se le condena a hacerse cristiano. Una de las últimas líneas que pronuncia el desdichado es, en sí misma, el insulto más logrado, pues viene de sí mismo: “sí, estoy satisfecho”.
Cinco años después el dux seguía contando galeras en un escenario, esta vez turcas, aunque su número no esté claro dado que en la escena III del acto I de Othello (1603) algunas noticias hablan de 107, 140 o 200. Shakespeare reemplazó el estigma del judío por el del moro, aunque no el motivo de su caída, llevado a su autodestrucción por el engaño, que aquí lo es menos a su raza que a su condición de esposo. Antes de que sea Yago quien difunda mentiras sin fin, es Brabantio, el propio padre de Desdémona, el que advierte a su marido Othello de que “si traicionó a su padre podría traicionarle a él también”.
Representadas ambas obras en Venecia en ese mismo tiempo, quienes asistían al teatro podían pensar fácilmente que el problema consistía en regalar algo a extraños -la confianza, el honor, el respeto- en vez de ponerlo a la venta, y que fuera la propia avaricia judía o falta de medios moros la que se encargara de dejarlo todo en manos estrictamente venecianas, tan honorables como ilustrara Shakespeare.
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