En un mundo más ecuánime, cuando Dante Alighieri llegó a Venecia en 1321 una orquesta habría estado esperándole, ya fuera ardiendo como sugiriera alguien al ver incinerarse el teatro de la Fenice y desear que ojalá lo hubieran hecho los músicos en su lugar. O dentro del agua como Peggy Guggenheim siglos después, y con ella los músicos pagados para hacer lo propio, sumidos todos en la misma corriente que -citaba Joseph Brodsky- acarreara hasta sus canales a cruzados, mercaderes, turcos y lo que quedaba de San Marcos.
Un mundo justo habría evitado que Dante huyera de Florencia en un exilio sin final. Y habría hecho nacer a Claudio Monteverdi a tiempo de escribir la música adecuada tras haber leído su obra. O sin necesidad de hacerlo dado que su ópera Orfeo narra también un viaje a los infiernos, similar al que la Comedia prevé para el papa Clemente V, fallecido siete años antes, y que en su día excomulgara a la República y a su dux, equiparándolos con Satán. Dante, que ya había comparado la brea que ardía en el averno con la que se fraguaba en el Arsenal veneciano para hacer barcos, respondió con elegancia: entre la plétora de príncipes, eclesiásticos, poetas, amantes, jueces, o reyes de la antigüedad que ubicó entre las llamas del infierno en su poema, no hay un solo músico.
Si alguna vez pensó en añadirlos, tras dejar Venecia no tuvo ya tiempo de incluirlos. Había llegado como enviado especial de Rávena para negociar los derechos de navegación del Po, al que la creencia popular atribuía nacer en el inframundo. La República que ignoraba la guerra civil entre güelfos y gibelinos no tenía forma de pasar por alto que Dante era una víctima de ella. Pese a ello se le negó un salvoconducto para regresar por la vía más lógica. Hubo de volver por territorios pantanosos. Fue allí donde contrajo la malaria que le mataría en septiembre de ese mismo año. Mucho después se edificarían, fuera del casco histórico, lazaretos para acoger a los moribundos víctimas de esa enfermedad, del cólera y mayormente de la peste. Serían descritos como infiernos o purgatorios, en función de los horrores que albergaban.
Venecia esperó siglos a pagar su deuda. Finalizado en 1792, el teatro de ópera de La Fenice incluyó unos frescos -ubicados en el bar- que recreaban la Comedia, especialmente el infierno, al cabo el más visualmente interesante de los tres estadios que componen el poema. Dante habría visto como un acto de coherencia que honrar adecuadamente su inventiva implicara quemar el teatro primero, y dejarlo acto seguido a merced de las aguas, tal y como sucede en el círculo más profundo de su averno escrito, en el que hay un lago helado.
Todo eso sucedió a finales de enero de 1996. La Fenice llevaba cuatro meses cerrado por acondicionamiento y preveía abrir en un mes. El canal al que daba su fachada tenía prohibido el acceso tras ser desecado para que pudieran limpiarse sus cimientos. Las advertencias acerca de que ningún canal debería ser vaciado hasta garantizar una fuente de agua en caso de incendio fueron desestimadas.
La pereza en honrar a Dante se convirtió en exactitud milimétrica a la hora de esperar a que Brodsky, que amaba Venecia y logró ser sepultado en ella, no llegara a verlo. Acababa de morir en Nueva York cuando el teatro ardió. Como si supiera que el deseo de ser enterrado en Venecia era mucho más posible si lo hacían sus cenizas y no su cuerpo.
Dos tercios de los frescos sobrevivieron. Una de las pocas figuras intactas era la de Dante. La rehabilitación tuvo lugar a toda prisa entre aquellos que al mismo tiempo reconstruían el teatro: electricistas, albañiles, carpinteros, ingenieros… un caos parecido al del viaje fabulado por Dante. Quienes reparaban los frescos del Infierno afrontaron los daños causados por el uso de aguas turbias del fondo de los canales, y, privados de techo que los protegiera, también el de las lluvias que habían estado cayendo sobre ellos.
Cuando en diciembre de 2003 el teatro fue reinagurado pareció querer resumir los grandes incendios y naufragios de la antaño gloriosa e independiente República: la primera pieza que se escuchó ese día -la Consagración de la casa, de Beethoven- fue compuesta en 1822, durante la dominación austriaca de Venecia entre 1815 y 1866. Incluso la obra escrita previamente por éste -Las ruinas de Atenas- recuerda al origen bizantino de la ciudad italiana. Después sonaron Stravinsky, Antonio Caldara y Wagner. Enterrado, nacido y muerto en Venecia respectivamente.
Escribe Jan Morris que un abad de apellido Vivaldi -no el músico que penó sus días en Venecia como compositor de agrupaciones de hospicios y murió en la pobreza sin que se sepa dónde está su tumba- daba misa un día del siglo XVIII cuando, invadido por una melodía que acababa de surgir en su cabeza, abandonó el altar y corrió a la sacristía a apuntarla.
Anotada la ciudad por visitantes británicos que durante siglos se apresuraron a apreciarla, nada tan simultáneamente local y foráneo, atestado e infernalmente ruidoso, como transitar de noche la estupenda Fondamenta di misericordia, en el barrio de Cannaregio, y conseguir mesa en el restaurante El paraíso perdido. Comprobar entonces, como Dante y John Milton, que al infierno, como a todas partes en Venecia, se va mejor acompañado.
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