domingo, 13 de abril de 2025

Me pintan mientras camino



Pintado a finales del siglo XV, La recuperación de las reliquias de la cruz, de Gentile Bellini, ilustra la expectación popular que rodea a un grupo de buceadores en uno de los canales, vigilados por unas modestas góndolas. Obra de Franceso Bassano, El papa Alejandro III entrega la espada al dux Sebastiano Zianni (1577-1785) recrea el desembarco del primero frente al Palacio Ducal. Solo que la plaza pintada era ya la de su siglo XVI y no la del XII en que ocurriera realmente la escena. Cuando Tintoretto pintó casi al mismo tiempo La conquista de Constantinopla, mostró el caótico ataque de la flota veneciana a las murallas de la ciudad. Pintado siglos más tarde, La entrada de las tropas napoleónicas en Venecia (1848), de Lattanzio Querena, parece haber añadido barcos a vapor sobre los que hubiera en tantos de los lienzos idénticos alumbrados durante cientos de años desde ese mismo lugar. La memoria de Venecia recuerda, en sus lienzos, la historia de la navegación a lo largo de esos siglos. Quizá porque eran la misma cosa.

Nada amalgama el paso del tiempo como el agua que baña sus orillas. Pintado por Giovanni Antonio Canal -Canaletto- en 1727, El retorno del Bucintoro el día de la Ascensión tanto podría ilustrar uno de los itinerarios votivos que en el Antiguo Egipto embarcaba la efigie de un dios y recorría entre ofrendas el tramo seleccionado. O escenificar una de las batallas navales que se representaban en la Roma imperial. Todo lo que habría que hacer es cambiar los edificios que en su lienzo sirven de fondo a las embarcaciones, suntuosas y mundanas, que atestan el gran canal veneciano, y poner en su lugar ciertas pirámides o templos egipcios, o un coliseo atiborrado que contemplara el espectáculo.

El tiempo cubre la figura de Canaletto como si las mareas del pasado le devolvieran tanta dedicación a contemplarlas: se leen tres fechas posibles de nacimiento, cuatro de su muerte. Si recelaba del destino que su padre quería para él -escenógrafo- y recaló en Roma a los veintidós años, regresó a Venecia para pintar, una y otra vez, el telón de fondo que constituía la vida de sus habitantes, algo que más tarde repetiría al mudarse a Londres en 1746, allí donde estaban sus clientes desde hacía décadas. 

¿Llegó a preguntarse si los coleccionistas británicos para los que pareció trabajar en exclusiva admiraban en sus vistas de los canales venecianos la inundación constante de sus calles bajo la lluvia del archipiélago inglés? como si brotara de esa familiaridad compartida, cuando en 1754 pintó el Interior de la rotonda de Ranelagh, en Chelsea, pareció recrear una gigantesca excrecencia brotada del centro del edificio, un hongo llamado por la música que interpreta la orquesta que ubicó a la derecha del lienzo.

Pintado en 1726, las vistas del Campo san Giacometto muestran lo que parece la venta ambulante de lienzos que unos sostienen y otros admiran, acaso sopesando su valor como se ven forzados a hacer hoy en sus inmediaciones quienes salen de la minúscula focacceria sita ahí mismo para evitar que las gaviotas se las arrebaten. La Visita del Dux a la Iglesia de San Roque (1735) muestra a la corte bajo palio y a una docena de cuadros al sol, apoyados en dos edificios colindantes. El lugar del arte en ese tiempo podía no hallarse muy lejos de donde se hallaba quien lo pintaba. 

Tampoco la vida cotidiana: la vista del Río dei mendicanti (1723) permite tomar los deslucidos pendones que caen desde lo alto de un edificio por bufandas raídas no tan distintas de las prendas que cuelgan, puestas a secar, a apenas unos metros. Pintado dos años después, El canal grande desde el puente de Rialto hacia Ca´Fosfari (1725) luce, atiborrado de embarcaciones aparcadas a ambos lados, como si las multitudes que aparecen subidos a ellas en Regata en el Canal Grande (1740) estuvieran ya ahí, agazapadas, descansando de lo que les tocara desempeñar en el cuadro previo. 

Eso tampoco requería dejar de poner a los mismos en cuadros diferentes. La primera versión de El retorno del Bucintoro el día de la Ascensión, pintada cuando Canaletto contaba treinta años, sugiere una verbena acuática en la que todos cuantos fueran capaces de botar una embarcación -desde las que parecieran forradas de oro a las más humildes- se agolpan como si supieran el ancho que ocupara eso en el lienzo. Pintada la misma escena dos décadas después, toda esa alegría abigarrada parece haberse ido a otro cuadro, uno de Tintoretto probablemente. O a El dux en el Bucintoro se dirige a San Nicolò di Lido, de Francesco Guardi. 

 

 

Contempladas hoy, muchas de sus obras parecen contener apenas a los locales que hubieran salido a la calle el día después de que todos los visitantes se hubieran marchado de vuelta a sus países o al siguiente destino de la gira europea por las grandes capitales que se popularizara entre las clases altas continentales en el siglo XVIII. O como si los días de la peste o del cólera, que diezmaran la ciudad siglos antes, hubieran dejado Venecia para los diecinueve que asoman en el majestuoso conjunto de casas que se abre a ambos lados del Gran Canal entre el Palacio Bembo y el Palacio Vendramin Calergi (1730) o los veintiséis que hay delante de la Escuela de San Roque (1731). 

Serían otros quienes llenaran esos espacios de masas apiñadas. Gabriel Bella, en La coronación del dux en la escalera de los Gigantes. En El jueves lardero en la Piazzeta. En El dux agradece al Gran Consejo su elección, todas ellas pintadas antes de 1792 y apiñadas, también ellas, en una de las salas superiores del palazzo Querini. Lattanzio Querena llenó de gente El pueblo veneciano enarbola la bandera italiana en la plaza de San Marcos. O el Desfile de las tropas en la plaza de San Marcos. El modelo de todos ellos pudo -debió- haber sido la Procesión de las reliquias en la plaza de San Marcos (1496), de Gentile Bellini. En Venecia quien quisiera pintar multitudes solo podía repartirlas subidas a sus barcos o en esa misma plaza. 

La maldición de todo prodigio basado en sus extremos -las crecidas y bajantes del Nilo, el amor y el hastío, el hambre y la indigestión- eligió a Canaletto como uno de sus historiadores del siglo XVIII: alguien que pintaba lo que cualquiera veía con solo pasear por su ciudad y que, al hacerlo únicamente para coleccionistas británicos, lo hacía así para quienes no gozaban ese sencillo privilegio. La clase de virtuosismo que, al retirarse las aguas del prestigio, dejara al descubierto el cieno que supone, en arte, manufacturar souvenirs, algo que meramente te recuerde dónde has estado. 

Si en Gran Bretaña eso es un valor, en Venecia es una maldición sin escape posible. Expuesto inevitablemente a la comparación con quienes, como Tintoretto, los hermanos Bellini o Carpaccio, nacieron allí, o con los muchos que acudieron a la República a pintar al amparo de su belleza arquitectónica y la gloria de los edificios a decorar, un pintor de paisajes urbanos -por mucho que destilen nitidez- está condenado a ser visto como un mero fotógrafo, alguien empeñado en plasmar la belleza a la que no añades nada.

Henry James, que afirmó que la ciudad entera era pintor y modelo y que la historia veneciana era visitable en los techos y las paredes de sus palacios, acusó a Canaletto, no de ser indigno de la historia pictórica de la ciudad, sino de su urbanismo. Le achacó haber desfigurado sin vergüenza alguna -le cambió de lado del canal- al profeta San Simeón en lo alto de las escaleras de la iglesia de los Descalzos. Culpable de malas prácticas, de falsear sin imaginación y de mover aquello que pintaba, buscando una mejor composición, una más efectista. 

Horadadas sus calles en nuestros días por el tránsito turístico y por proporcionales multitudes de comercios que afean el pasado del que viven, el arte maltratado de Canaletto preserva hoy la decadencia natural de un prodigio previo al que millones de visitantes convierten en cuadros fotografiados allí donde miran. Como si salvara esas mismas calles de las aguas del turismo, el reproche de James -“Este o aquel lugar parecerían exactamente los que pintó si no fuera distinto casi todo”- significa hoy lo contrario que en el siglo XIX. 

 

 

Lo que le negara un lugar en la historia de la pintura italiana de esos siglos se lo devuelve hoy su contribución a la memoria de un mundo sin fotografías de aquel tiempo. Asistimos a su obra como a un documental, y poco nos asombra más que ver Venecia vacía. Como si estuvieran todos detrás de él, viéndole pintar lo que hasta el mendigo más desdichado veía cada día sin que nada de ese inmenso valor retratado le exigiera un precio por mirarlo o pasear por sus trazos. Algo que extrañamente tenía un valor desorbitado si te lo llevabas pero no si era tuyo donde estaba. 

En vísperas de viajar a Venecia, una exposición en el museo Thyssen Bornemisza de Madrid acoge una selección de la obra del también veneciano Francesco Guardi en el museo Gulbenkian de Lisboa a la que puede accederse por dos lados. Uno exige pasar antes por la sala de Canaletto. El otro llega a ésta como una conclusión de la obra de Guardi, más sombría y poblada. Pero es una obra de Gaspar van Wittel -Piazza Navona, Roma (1699)-, situada en la planta baja del museo, la que acaba ilustrando cómo podría ser la obra de ambos -Canaletto y Guardi- de haber nacido rodeados de asfalto y no de agua. 

El costumbrismo al que desdeñosamente condenamos su esfuerzo es testigo de otra forma de vaciado que se cernía sobre toda esa belleza como si un decorado imposible fuera a quedarse solo en eso. Sin saberlo, Canaletto estaba pintando postales de un mundo que se acababa. Apenas pasarían cuatro décadas hasta que aquello que simbolizaba el esplendor milenario de la República -sus palacios, sus góndolas, sus canales, sus estatuas- dejara de existir como propio. Cuanto Canaletto puso en sus lienzos era ya de la Francia napoleónica en 1797. Solo había transcurrido un siglo desde que éste naciera.

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