viernes, 11 de abril de 2025

El cofre de los mares

 


Las fronteras son invisibles. Hay que buscarlas en un mapa para advertir que las estás pisando. Esa ambigüedad hace que sean sencillas de cambiar en cualquier momento, generalmente por las malas. Otra cosa son las fronteras explícitamente físicas. Un océano marca los límites de un territorio, aunque no por ello lo haga menos vulnerable. El agua, hecha de olas, de impulsos, de ondas que hacen imposible discernir dónde acaba una y empieza otra, es paradójicamente, junto con el lenguaje, lo que con más claridad separa las comunidades humanas.   

Pocos imperios duraderos de la antigüedad lo fueron sin aliarse con los mares del mundo. O con sus parientes del interior. La civilización egipcia lo hizo a la sombra dual de las crecidas del Nilo. Mayas, aztecas e incas prosperaron gracias, en parte, a las selvas prodigiosas alimentadas por los mares que llueven sobre ellas anualmente. Incluso cuando aquel mundo fue barrido, los nuevos imperios que surgieron para reclamar el control de territorios allende sus propias fronteras -portugués, español, otomano, británico- ganaron y perdieron su preeminencia hasta dónde lo hacían sus flotas. 

Aquello que apenas tiene territorio para ser una ciudad no puede ser llamado imperio, y ya es bastante prodigio que unas pocas islas no muy grandes ni muy pobladas lograran perdurar en Venecia el tiempo suficiente bajo la forma de un Estado. Como si el mar hubiera sido, de facto, el suelo disponible en que erigirlo, asentarlo y defenderlo. De haberse podido juntar cuantas embarcaciones salían en un año de sus astilleros, el mayor estado comercial de su tiempo hubiera cabido en sus bodegas como después pareció querer resumirse en la plaza de San Marcos, que Henry James comparó con la cubierta -de primera- de un barco. 

El agua de la que surgió Venecia como dominador del comercio mundial mecía una frontera doble en su tiempo. Y ambas viajaban en sus embarcaciones. Como Marco Polo -veneciano-, su lugar en el mundo aunaba una puerta de occidente a oriente, y viceversa. Entre Roma y Bizancio, el cristianismo que llamaba a sus puertas para combatir el islam hubo de someterse a condiciones a veces estrictamente comerciales que exigían el pago en moneda de este mundo. Alguien dejó escrito que todo el oro de los reinos cristianos era manejado antes o después por manos venecianas.

Su acumulación era visible en todo el orbe. A comienzos del siglo XIII la cuarta cruzada acudió a esas mismas manos para pedir que fuera la flota de la República veneciana la que trasladara los ejércitos francos -unos 34.000 hombres y sus monturas- a tierra palestina. Acordado el precio, que incluía recibir la mitad del botín, y dispuesta y aprovisionada la flota, los cruzados se mostraron incapaces de pagarlo. “Habituados al incumplimiento de un contrato” -escribe Jan Morris-, los venecianos exigieron entonces como condición para embarcarles el prestarse a derrocar ciertas revueltas en algunas de sus colonias en el Adriático. La Cruzada se convirtió en un ejército privado a favor de los intereses comerciales de la República, que se desvió también para atacar Constantinopla, deponer al emperador, llenar las bodegas de la flota de sus riquezas y asentar así su dominio comercial sobre lo que entonces era una cuarta parte de las posesiones del Imperio romano. Jamás desembarcaron en Tierra Santa. 

La soberanía del papado -y el veto a comerciar con países musulmanes- naufragaba a menudo ante el poderío comercial y representativo de la República, sin cuya aquiescencia no podían embarcarse y ser transportados los ejércitos del catolicismo en sus expediciones, vestirse los altares papales o sazonar con especias lejanas sus banquetes. La apariencia de puro placer que esconde desplazarse hoy por sus canales en góndola o vaporetto no oculta que el poder de Venecia es en esencia, aunque reducido a sus límites, el mismo, aunque la frontera -sagrada, irrenunciable- sea en nuestros días moverse por sus calles sin perder el día.

La imagen asombrosa llegada del siglo XVI, cuando un barco de guerra era construido y botado a diario en sus astilleros, se proyecta hasta hoy como si nos buscara, y esas dieciséis mil personas que trabajaban dentro de un recinto amurallado de tres kilómetros de perímetro -la mayor industria del mundo en ese tiempo- fueran las mismas que parecen salir de cada calle el día que llegamos para invadir algo o todo a la vez.

El mapa de su declive es también una sucesión de fronteras traspasadas -la de su preeminencia en Oriente Medio al caer Constantinopla en manos otomanas en 1453, la que vio concluir su monopolio del comercio con oriente a raíz de la ruta hacia las Indias revelada por Vasco de Gama en 1498. Y la que puso final a su existencia como poder autónomo cuando Napoleón la invadió en 1797. Fue un poder invasor el que abolió la inquisición y las órdenes religiosas. No la necesidad de purgar de clérigos sus órganos de gobierno porque en eso la República fue sensata desde el primer momento. Quizá porque no hay muros sin puertas, si la caída de Constantinopla supuso el declive comercial de Venecia, también trajo el auge de su pintura y escultura. 

 

 

Una frontera es también algo a punto de ser lo contrario de lo que es. Durante dos siglos -de 1700 a 1900 aproximadamente- se desembarcaba en Sant´Erasmo los residuos llegados del drenaje de los canales venecianos, abonando las tierras del litoral y aumentando así su resistencia a la erosión marina. Ese engrudo también contenía restos de producción de las fábricas de cristal de Murano (fragmentos de vidrio, cenizas, pedazos). Hasta hoy es aún frecuente ver aflorar de la tierra restos de vidrio trabajado, huesos, o fragmentos de vasijas. 

También aflora agua. La isla abunda en pozos y ya desde finales del siglo XVII se alababan sus huertos y jardines. Hoy todas aquellas ciudades que exportaran sus basuras orgánicas a esa pequeña isla reciben de ella parte de las frutas y verduras que consumen durante todo el año, e incluso alguno de los más refinados vinos que se elaboran en la región. Las cartas de los mejores restaurantes venecianos mencionan que las verduras -entre ellas sus afamadas alcachofas- provienen de Sant´Erasmo.

Ingleses trasplantados a Venecia aún decían, tras décadas establecidos allí, que la mentalidad anglosajona simplemente no existía allí, no tenía cabida en un lugar en el que la aplicación de la ley era eminentemente laxa. Un siglo antes había sido otro inglés -éste de adopción- el que trazara la misma frontera al escribir que las viejas costumbres resultan impracticables y uno se ve forzado a adquirir otras nuevas, que ni desea ni son de provecho. 

Quizá obligada por su escaso tamaño a la concentración de significados, durante siglos la plaza de San Marcos representó el puerto de llegada de cuanta dignidad real, comercial o papal arribaba a la República, y justo unos metros más adelante, también el lugar en que toda frontera dejaba de existir, pues era donde todo el mundo concurría para celebrar algo, pobres y ricos, locales y visitantes. Sus procesiones, desfiles y celebraciones se conmemoraban mezcladas. La propia Basílica no describe en primer lugar el poder del catolicismo, sino la historia y el esplendor de la República.

La piedad laica es una frontera más. Presentes en toda la ciudad a través de edificios no menos suntuosos que los palacios de su aristocracia, las Hermandades eran asociaciones religiosas laicas donde se rezaba en grupo, se recolectaban fondos y se pagaban misas para sus miembros enfermos o fallecidos. Acogían a quienes carecían de medios para pagarse por sí mismos las misas para la salvación de su alma. La mayoría de ellas estaban compuestas por miembros de algún gremio o asociación local. La Scuola Grande de I Carmine acumulaba en 1675 unos 75.000 miembros. La mitad de la población de la ciudad. A ojos de las familias más adineradas financiar la fachada de una iglesia les permitía honrar a sus miembros más importantes. Poseía el mismo significado que un panteón familiar. John Ruskin lo llamaría más tarde el ateísmo insolente de algunas iglesias. 

Lo que separa aquello que te sobra de lo que necesitas es una frontera más. John Ruskin la experimentó en Venecia entre las piedras consagradas a un dios y las que no, un muro que le oprimía y cegaba. O al menos lo siente así quien lee sus escritos. Vio fronteras morales o las deseó, fueran regladas o percibidas. Debía pensar que las leyes suntuarias, que estipulaban lo que podía vestirse y lo que no, eran igual de demandadas por la arquitectura exhibicionista de la República desde los días del Renacimiento. 

La pureza que exigía iba en dirección contraria a sus pasos: a finales del XVI por cada monja, mujer burguesa o aristócrata que vivía en Venecia había una prostituta y media. Muchos de los retratos femeninos tempranos -vírgenes y santas- de Tiziano se nutrían probablemente de esas mismas cortesanas. 

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