En los casi sesenta años transcurridos desde la publicación de Muerte en Venecia (1912) y su adaptación a cine (1971) el agua que cubre la ciudad italiana vio anegarse Europa en sangre dos veces, una de 1914 a 1918, otra de 1938 a 1945. Las nociones decadentes de pureza, belleza y otros ideales de imposible adquisición acaso habían corrido la misma suerte cuando Visconti fijó la novela de Thomas Mann como un espejismo -extremadamente fiel al texto- que en esa década sonaba tan anacrónico como lo fuera, años antes, su propia adaptación de El gatopardo a la hora de contar el tránsito de una sociedad feudal a su equivalente salido de las revoluciones burguesas del XIX.
Es otra novela la que viaja hacia nuestra mirada actual para asistir a Muerte en Venecia en cualquiera de sus versiones. Escrita por Vladimir Nabokov en 1955, Lolita plantea la relación entre un hombre de 40 años y su hijastra de 12. Años más tarde Stanley Kubrick moduló esa relación delictiva al incrementar la edad de la víctima, cuya actriz protagonista contaba en ese momento 16 años. Pero la bomba moral que estalló en cines no llegó a tiempo de impedir la onda expansiva que produjo la publicación de la novela, cumplidos apenas dos años desde que Eisenhower llegara a la presidencia de Estados Unidos prometiendo una cruzada moral, y una “renovación espiritual” que llevó al presidente del Tribunal Supremo a considerar “cómo la superestructura de gobierno y jurisprudencia se basaba en la Biblia”. Sin que sea imprescindible, la novela de Nabokov deja saber en todo momento quién es culpable y quién no.
No es algo que la de Mann permita a simple vista. Coescrito por Visconti y Nicola Badalucco, el guión que alteró lo que hubiera en la mirada del protagonista hacia el adolescente al llenarla de certezas previas que no estaban en la novela. Así, el eminente profesor llegado a Venecia pasó a estar casado y ser padre. Más grotescamente, al ver al adolescente del que se ha enamorado pulsar teclas de un piano, la película le hizo recordar a una prostituta que también insinuaba la misma melodía de Beethoven. Es un misterio por qué su nombre -Esmeralda- es el mismo del barco en que el protagonista llega a Venecia.
Una conclusión posible es que Visconti tratara de inclinar esa atracción prohibida hacia un sentido más literal, quizá para equilibrar el mucho más abstracto sentido que las disquisiciones sobre belleza y pureza del alma del artista proyectan sobre la turbación que experimenta el protagonista. Como si en 1971, con Nixon ya en la presidencia infame de Estados Unidos, la obscenidad de esa atracción exigiera una traslación más directa y punible que la ambiguamente estética que Mann puso en la novela. Quizá por eso los rasgos del indefenso Dirk Bogarde son una bacanal de sobreactuación.
“No puede estar orgulloso de su corazón” -se escucha en la película al caer su protagonista víctima de agotamiento. “Demasiado tarde. Tenía que seguir queriendo lo que había querido el día anterior” -se lee en la novela. Y ya más explícito, “era como si su conciencia lo estuviera inculpando después de una orgía”. A la hora de modelar el comportamiento del adolescente, Visconti no tuvo necesidad de forzar la natural, aunque ambigua, inclinación del personaje. Si en la novela “en los ojos de Tadzio sí brillaba un deseo de explorar, una indagación pensativa; su andar se volvía vacilante, bajaba la mirada al suelo y volvía a levantarla… algo en su actitud parecía insinuar que solo la buena educación le impedía volverse”, en la película es esa ambigüedad majestuosa la que tira de los ojos turbados de ambos, más explícitamente del hombre adulto.
Una segunda podredumbre avanza sigilosa e inadvertida, y acaso esa es la peste que Mann, y luego Visconti, eligieron mostrar como una sombra oscura y ominosa que revelara así los pasos prohibidos del cuerpo. “¡La consigna es callar!” -exclama el protagonista en la novela cuando afronta el silencio de la prensa ante la epidemia probable- “hay que silenciar el problema!”. Ya cerca del final, repite esa expresión cuando es “víctima de compartir un secreto y una culpa”.
Fuera de novelas y películas, la decadencia que rodeaba la visión del joven barón polaco de once años, que impactó a Mann al verle en 1911 durante uno de sus viajes a Venecia, era también la del fin de los imperios, que se precipitaría solo tres años después, al dar comienzo la Primera Guerra Mundial. Y que añade un sentido ominoso a lo que el propio Mann dejara dicho de su novela: “en ella no hay absolutamente nada inventado… todo estaba ya allí, solo había que disponerlo en su sitio para que revelase su potencial interpretativo dentro de la composición”.
Fue estando en Venecia que Henry James escribió cómo un pequeño travieso le pareció la criatura más bella que había contemplado. Dijo que siempre recordaría a ese eros analfabeto. Javier Reverte recordaba que aquel niño que Mann convirtiera en novela creció y llegó a luchar contra la Alemania nazi, en uno de cuyos campos de concentración pasó seis años. Tras imponer a Polonia un régimen comunista, sus bienes fueron confiscados. Halló trabajo como traductor en la embajada iraní en Varsovia. Y acabó sus días en Francia, donde falleció a los ochenta y seis años.
Superado el alambicado tejido de disculpas, estéticas e intelectuales, sobre la atracción de la belleza juvenil e inmaculada a ojos de un hombre envejecido, Mann no ahorró calificativos a la hora de juzgar al observador: “despertó enervado, deshecho, enteramente a merced del demonio… cuando en la playa su mirada se posaba inmóvil, grave e irresponsable sobre el objeto de sus deseos, o cuando lo perseguía al atardecer indignamente por callejas… la infamia más monstruosa le parecía llena de promesas y encontraba caduca la ley moral”. La metáfora es incurable -escribió Brodsky.
Uno asiste hoy a la película y cree que el adolescente y la peste son la misma cosa, que quien no ve su perdición llegar es porque cree ver algo igual de envenenado. Visconti -un apellido lombardo que entró en guerra con Venecia a mediados del siglo XIV- solucionó el dilema mostrando el final en un plano aéreo y alejado en el que, al desplomarse el hombre en la playa, el adolescente no está cerca. Y si lo está hemos de imaginarlo. Acaso como también hiciera el desdichado. Si la cámara se hubiera elevado lo bastante, un conocedor habría podido distinguir la ubicación de las iglesias construidas para dar gracias por el fin de las epidemias de peste. La Salute. Il Redentore, San Rocco, San Sebastiano o San Giobbe.
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