De cuantas cosas puede buscar alguien en las callejuelas, canales y plazas venecianas, ninguna más extraña que tratar de localizar el siglo XX. Se anuncia estos días la subasta en Viena de una obra desconocida de William Turner -Venice, seen from the Canale della Giudecca, with the Santa Maria della Salute Church- y resuena como una excavación rentable en busca del siglo XIX veneciano, del que Turner dejara más de mil dibujos a lápiz, decenas de lienzos y más de un centenar de acuarelas.
Debajo de esas aguas, que pintadas por Guardi, Canaletto, Turner o Tintoretto parecen de mares diferentes, yacen cientos de anillos, arrojados al mar durante generaciones de dirigentes venecianos en incontablesreuniones internacionales del comercio, significadas por el gobierno de la República para señalar su dominio eterno sobre el Adriático y el resto de los mares. Representando el compromiso renovado, el desposorio de la ciudad con el mar del que obtenía todo, también simboliza la voluntad de no envejecer a que se aferra aquello imposibilitado de rejuvenecer. Ninguna ciudad europea habrá cambiado menos en los últimos siglos.
Vivificada por el turismo, la momificación de la República devino en el compromiso por hacer visitables los lienzos de Canaletto. Y eso es lo que describieron los visitantes del XIX y el XX. John Ruskin escribió que al contemplar el reflejo en la laguna te preguntas cuál es la ciudad y cuál es la sombra. Su delirio dogmático por necesitar que cada piedra hablara de la religión adecuada le hizo definir el Renacimiento como el retorno a un sistema pagano. Llamó un desastre a lo traído por Sansovino, Scamozzi y Palladio… vio una decadencia instantánea allí donde miraba, “una mezcla de locura e hipocresía. La mitología, mal comprendida, convertida en sensualidad malsana, reemplazó los asuntos religiosos que llegan a la blasfemia en manos de Carraccio. Dioses sin poder, sátiros sin naturaleza, ninfas sin inocencia, hombres inhumanos. Todos vagaban en grupos estúpidos sobre el lienzo deshonrado. Las estatuas teatrales ofendían las calles con sus mármoles lujosos. La inteligencia era cada vez menor. La escuela paisajística, inferior, usurpaba el lugar de la pintura histórica, convertida en banalidad envenenada”.
Vio en el esfuerzo de Claudio Lorrain, Gaspard o Canaletto la paciencia idiota de quienes pasaban el día pintando barcos, la bruma, el mar, bestias enormes. A sus ojos el catolicismo, la moral, el coraje, la inteligencia y el arte se despeñaban juntos. Su lamento desquiciado -que la admiración reemplazara a la devoción- no podría salir hoy a la calle. Y el mundo saldría ganando.
Escribió que era en Venecia de dónde debían propagarse los embates que buscaran derruir el lamentable arte del Renacimiento. Habló de un abismo de decadencia abierto a los pies de Palladio. Obras que carecían de reflexión y sentimiento, una arquitectura defectuosa, sistemáticamente fea. El prestigio de Ruskin -Proust, como tantos, viajó a Venecia con sus libros bajo el brazo- solo es comparable a su cansancio al mirar, al esfuerzo que debía suponerle ver y calibrar tanta belleza forzada a serlo únicamente si se atenía a un pasado concreto, si se avenía a no salir de él.
Mucho más sensato a la hora de calibrar las obligaciones de tanto sedimento cultural, Henry James -que cuando llegó por vez primera a la ciudad lo hizo acompañado del libro de Ruskin- dijo de éste que se había hartado de Venecia, aunque “solo tras media vida de placer y una fama sin medida”. Que una hora en la laguna valía por cien páginas de prosa desmoralizada. Y que una vez allí, el visitante se sentía llamado a imitar la forma de vida italiana, predominantemente fácil. “A menos que uno se conceda a sí mismo, como Ruskin, que Tiziano o Tiépolo le pongan de mal humor”. Casi dan ganas de pergeñar las líneas desquiciadas que dejó Ruskin con tal de que James escriba sobre ti. Pese a todo, éste consideraba Las piedras de Venecia la mejor lectura posible una vez allí. Y es de hecho el único de cuantos libros se mencionan aquí que hallamos en nuestro recorrido por palacios y museos.
James definió la ciudad como la más bella de las tumbas. “En ningún otro lugar del mundo se ha permitido al pasado descansar en paz con semejante dulzura, ni tanta tristeza en el recuerdo y la resignación”. Los mosaicos de la catedral bizantina de Torcello le parecían apóstoles guardianes intensamente faltos de una deidad privada. Los ángeles del techo de la iglesia de los Gesuiti le recordaban a Jan Morris las ranas comestibles del mercado de pescado de Hong Kong, sujetas con alambres, vivas pero inmovilizadas.
El agua en Venecia reposa en una suerte de trance -escribió ésta. Joseph Brodsky sugirió que el paraíso y las vacaciones tienen en común que has de pagar por ambos, y la moneda es tu vida previa. Equiparó a Dios con el tiempo. El polvo -escribió- es su carne. Cuando dice que para tener otra vida uno debería ser capaz de terminar la primera, tanto podría estar hablando de sí mismo como de Venecia. Los orígenes de la ciudad aún la circunscriben -escribió John Julius Norwich.
Encerradas dentro de los muros de los que zarpaba el poderío naval de la República, las bienales que muestran la vanguardia arquitectónica y artística parecen a salvo de la ciudad y viceversa. Como si en Venecia el pasado solo consintiera en acoger el futuro si puede vigilarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario