martes, 22 de abril de 2025

Ser la marea


Mucho antes de que fueran virtudes turísticas, la majestuosidad arquitectónica y artística, su densidad, armonía y belleza inabarcables, debían aparecerse a la vista de quienes llegaban a Venecia hace ochocientos años como un entorno extrañamente lúdico para un escenario al que se acudía para algo tan práctico como negociar préstamos, encargar servicios o comprar bienes llegados de su acceso privilegiado a los mercados de oriente. Como una habitación que se alquilara para dormir pero que no se llegara a usar porque hay demasiados alicientes fuera de ella como para perder el tiempo cerrando los ojos.

El aprendizaje de la credulidad -Marco Polo fue tildado el de las mil mentiras al regresar a Venecia veinte años después de abandonarla y describir los prodigios orientales que vio en ese tiempo- es el ancestro de los caminos de la curiosidad y el asombro para quienes, sin nada que comprar o vender en los mercados venecianos todopoderosos, comenzaron a afluir a la República simplemente por el hecho de estar allí y experimentar el corazón vigoroso, o el alma endeble, de semejante poder. 

Quizá llegó un momento en que su fama se hallaba tan difundida que ni siquiera era necesario haber pisado sus calles para hablar de ellas o describir a sus habitantes de forma verosímil. Shakespeare debió encontrar tan evocador imaginarse allí que, sin conocerla, ubicó en Venecia dos tragedias entre 1596 y 1603. La primera para enroscar la superioridad racial en torno a su poderío naval. La segunda para calibrar parecida distinción racial como algo que compensa incluso si se priva a la República de un héroe útil para luchar contra los turcos.

Llegado del mismo territorio aunque no del mismo mundo, John Ruskin compiló sus varios viajes en Las piedras de Venecia, un alegato ofuscado e impertinente sobre cómo las causas de su declive obedecían a haber renunciado a caminar, respirar, y en concreto construir, para un dios que validara tanta magnificencia. Escribió que Rafael pintaba mejor cuando sabía menos, que Miguel Ángel caía frecuentemente en una fútil y desagradable presunción de sus conocimientos de anatomía. Cómo el primero, elegido por el cielo para pintar apóstoles y profetas, redujo sus capacidades hasta ponerlas a los pies de Apolo y las musas. “Vírgenes y ángeles vieron desvanecerse su cara verdadera al tiempo que Júpiter y Mercurio proliferaban. La Ilíada y el Éxodo fueron equiparados como creencias. La ruina que iniciara el estudio fue culminada por la sensualidad. Las raíces de Venecia están podridas, su orgullo les hizo caer”. De la vanidad a la impiedad, de ésta a los atractivos del placer, y de ahí a la inevitable degradación. Jan Morris lo formuló más sensatamente: el declive de Venecia fue del poder al lujo, del lujo a la disciplencia, de ésta a la impotencia. Irreductible, Ruskin cerraba sus divagaciones alteradas con citas salidas de la Biblia. “Hasta aquí llegarás” -dijo Dios. Comparó el destino de la ciudad -el fuego íntimo de sus pasiones- con el de Gomorra. 

Salir de sus páginas afiebradas exige -merece- saltar a las que escribiera Joseph Brodsky durante las diecisiete navidades que viajó a Venecia de 1969 a 1986. Cuando escribió no ser un hombre moral pareció querer separarse de quien, como Ruskin, escribiera como si solo fuera eso. También en la noción de Brodsky de que toda la mitología monstruosa tallada y presente en las calles venecianas es nuestro autorretrato dado que representa la memoria de la evolución humana, algo que sublevaba a Ruskin. 

Algunas de las más delicadas y originales miradas sobre una ciudad tan observada como Venecia son de Brodsky. Escribió que el lento avanzar de una embarcación en la noche le parecía el paso de un pensamiento coherente a través del subconsciente. Cómo el agua transmite la impresión de que no se te espera allí. Que a los pocos días de estar en Venecia el cuerpo se siente como un mero portador del ojo. Reformuló la revelación de que la procesión fúnebre de los días de la peste, el cólera y la malaria dieron paso a los ropajes del carnaval. Las calles estrechas le parecían, de noche, pasillos de las estanterías de una inmensa y olvidada biblioteca. 

 

 

Llegado a Venecia poco después de morir Brodsky, John Berendt sugirió que en vez de arrasar Venecia, el teatro de ópera la Fenice en cierto sentido se había suicidado. Cómo el gran canal recordaba al tracto digestivo de ese pez que parece la ciudad en un mapa. John Julius Norwich escribiría más tarde que Venecia murió sin un solo amigo. Después llegó Henry James. Durante cuatro décadas escribió sobre la dificultad de reconciliar Venecia con el resto de la civilización. Comparó a Tintoretto -a quien dijo haber dedicado más miradas y pensamientos que cualquier otra cosa- con Shakespeare. Tras contemplar la más pequeña de las Crucifixiones del pintor, ubicada en la iglesia de San Casiano, escribió que ya podía enfrentarse con la serenidad suficiente a cualquier otro cuadro en la ciudad. 

Si la plaza de San Marcos le recordaba el zaguán de la ópera en los descansos de una representación, las mansiones venecianas le sugerían una ciudad sentada junto al agua esperando a su clientela, una versión más mundana de lo que Ruskin llamara un fantasma tendido sobre la arena del mar. A ojos de James la ciudad “era un jardín de flores sociales raras, e Italia un país profundamente interesante que sondeaba su camino entre las naciones a través de interminables errores de gusto”. Escribió que hacían falta muchas cosas para producir un estadounidense satisfecho, pero solo cierta sensibilidad despierta para alumbrar un veneciano contento. Thomas Mann añadiría que llegar a Venecia por tierra era como entrar a un palacio por la puerta de servicio. 

Lo que sabemos de James -que viajó por primera vez a Venecia con cuantas obras escritas sobre la ciudad pudo encontrar- cabe pensarlo de todos los que llegaron después. Con más razón de Jan Morris, que vivió en Venecia un año y dejó un libro que parece hecho de sedimentos mucho más perennes. Leyéndolo se tiene la sensación de que, cuando Brodsky, Berendt y tantos otros despertaron en Venecia, ella ya estaba allí, sintiendo lo que experimentan quienes llegan y lo que saben quienes se quedan. Llamó a la ciudad un museo residencial, campesinos del agua a los primeros pobladores de la laguna. Escribió acertadamente que la basílica era un edificio bárbaro, un gran pabellón mongol del placer o una fortaleza turquestana. Muchos palacios le parecían duques artríticos envueltos en harapos de armiño. Algunas de sus más delicadas metáforas -la ciudad como un dorado monstruo milenario en un estanque- hubieran merecido que un pintor -Carpaccio o Bellini- se hiciese cargo de ellas.

De entre todos sus retratistas, nadie invitó más gente a Venecia que Tintoretto. Sus obras hierven de personajes como si el tamaño de las telas fuesen espacios de cobijo y alimentación, incluso si el riesgo es compartirlo con tantos. Generalmente desiertas, las panorámicas de Canaletto podrían ser solo la imposibilidad de lograr que alguien consintiera en bajar de un lienzo de Tintoretto y posar para otro. Pintadas entre 1579 y 1599, de las tres versiones que se conservan del Paraíso (una en el Louvre, otra en el Thyssen de Madrid), ninguna alberga tanta gente como la que esconde -poco- el Palacio Ducal veneciano. Sus multitudes, entre las que merecerían hallarse Henry James y John Ruskin, que amaban esa obra, parecen querer mirar todo aquello durante siglos. 


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