viernes, 18 de abril de 2025

Lo que es tuyo si no hay nadie

 


Recorrida ayer por mercaderes -seis veces al año zarpaban de Venecia flotas de quinientas embarcaciones o más, cada una a un puerto- y hoy por consumidores, las grandes rutas comerciales de antaño han dado paso a ejércitos, caravanas y delegaciones de turistas que desembarcan en Venecia como si la puerta a oriente que labró su riqueza diera paso a habitaciones, salones, pasillos y patios suntuosos que ocupar con el ansía que da asomarse a lugares del poder que gobernara el mundo durante siglos y en el que llegaran a acumularse riquezas inimaginables.

Como espacios en los que decidir quién puede estar y quién no, el control de Bizancio, renombrada Constantinopla y hoy Estambul, heredó, con 1600 años de distancia, el ansia de control de los santos lugares de Jerusalén. Hordas de fanáticos cristianos embarcaron en sucesivas cruzadas para arrebatar ambos territorios a fanáticos que los defendían en nombre de un dios distinto. 

Por cada una de aquellas piedras que cambiaban de dueño fugazmente, y a costa de vidas incontables, la República de Venecia erigió una en su propio suelo. Los palacios que se empezaban a levantar pagados con los beneficios del comercio de telas, especias, maderas y metales, algodón y azúcar, alhajas y pieles, vino, aceite, pescado, metales, cera, miel o caballos se terminaban de decorar con los ingresos llegados de los príncipes católicos en su afán por arrebatar a los turcos palacios parecidos en Constantinopla, y el suelo que pisara el mesías del cristianismo.

Venecia empleó su poder marítimo para ayudar a los bizantinos en sus guerras contra los árabes. A cambio fue acumulando privilegios comerciales y mayor autonomía. De ser la embajada bizantina en Italia, pasó a ser su propio portavoz allí donde llegaban sus naves, incluso en relación con el resto de ciudades y poderes italianos, ya fueran Génova o el papado. Leemos que en sus orígenes Venecia era más una colonia espiritual de Bizancio que una provincia salida de la Italia del Renacimiento. 

Las raíces se difuminan en algunos mapas: dibujado el norte donde está el este, un plano de Venecia del siglo XIV traza los canales como si fueran raíces que serpentearan en torno a un avispero enterrado. Por lo mismo, el trazado laberíntico de sus calles pudiera ser herencia transversal de haber tenido en Creta su mayor colonia durante siglos. 

Más civilizada, o solo más práctica, la cruzada diaria en suelo veneciano aspira hoy a arrebatar la visión de las obras de Tintoretto de los turistas japoneses para ofrecérsela a los holandeses, expulsar a éstos entonces y dar entrada a los españoles, y así sucesivamente. Un mercado de ojos, oídos, manos y bocas que se negocian sin descanso. Domesticado por el declive y la irrelevancia, un poder amaestrado acaba por atraer todo tipo de parásitos sin los cuales ya no sobreviviría. Antaño temible al salir de caza, el león de San Marcos -símbolo de la ciudad-, apacienta hoy rebaños. Ilustrado por Ángel Mateo Charris, la edición que poseo de Muerte en Venecia incluye a un león asomando, magnífico y enorme, del agua hasta quedar enfrente de un turista que esperara al vaporetto en un muelle. Pero no como si fuera a devorarle sino a permitirle subir a su grupa y trasladarle a algún sitio de la laguna. 

El dominio comercial más hereditario de su tiempo eligió no dotarse de un tirano que pudiera hacer lo mismo con su estirpe. Durante siglos el proceso de elección de Dux -su máximo dirigente y el patricio veneciano más desdichado de todos, en palabras de Jan Morris- consistió en rondas interminables de nobles que solo servían para elegir a otros, que a su vez seleccionaban a aquellos que elegirían a los siguientes, una sucesión laberíntica de decisores para filtrar las capacidades necesarias y maniatar el poder que se entregaba al final de todos los comités. Como si lo que esperara al elegido tuviera tanto de castigo como de privilegio.

 

 

Escribe Morris que el veneciano gusta de pasear entre los lujosos trofeos que conforman su herencia. Superpuesto, el segundo legado que es el turismo, recorre hoy su presente banalizado, y quizá hay cierto consuelo entre sus habitantes en separar, más simbólica que visualmente, lo que es tuyo, o por lo menos de los ancestros que habitaron, de lo que tantos llegan cada mañana a manosear y consumir, como si los selfis infinitos consistieran, no en sumar la ciudad a tu biografía, sino en adherir tu existencia fugaz a las piedras milenarias. 

Grande o minúscula, una herencia es una forma de recordar, y de juzgar también, a aquellos que te precedieron. Probablemente sirve también para compartir culpas. Uno se despierta en Venecia durante cuatro días y comparte un legado -Joseph Brodsky lo llamó una sensación mitológica- del que puede elegir la parte que más le atrae -la atmósfera, el arte, la arquitectura, el urbanismo, la confluencia cultural, la gastronomía, el agua como calle. ¿Y el resto de tu vida, una vez de vuelta en casa? ¿distinguimos lo que hacemos, pensamos y decimos como parte de una tradición? ¿qué parte de nuestra configuración -geográfica y mental- es sencillo compartir, ceder a otros si nos visitan con la asiduidad bastante?

Uno reconoce como herencia generalizada de lo español el desprecio por el espacio público, el abuso validado por el poder adquisitivo, la validez de las normas pero solo cuando alguien te observa, la conformidad a la injusticia, la ignorancia plácida, la banalidad como rasgo familiar, que poder votar o de la que presumir llegado el caso. Pero también la generosidad, la empatía, la proximidad que no necesita gran información acerca del otro. La alegría, el ánimo gregario, la locuacidad. 

¿En qué gastas una herencia como la que recibes de nacer en Venecia y pasear durante tu vida por sus calles? ¿Y en Madrid? en el espacio en que se apiña Venecia -3 km. de largo por 1,5 de ancho- el urbanismo y la arquitectura que me rodean de vuelta en España seguirán aquí para quienes vivan dentro de cien años como el tipo de herencia que cedes con alivio al caducar tu responsabilidad, tu tiempo de ser juzgado por ello. 

Antídoto necesario para esa fealdad y vulgaridad que conforma una inferioridad visual normalizada, la superioridad visual veneciana de la que habló Brodsky es allí parte de la continuidad histórica que acarrea su herencia. Visitables a escasa distancia de la basílica de San Giorgio Maggiore, las capillas diseñadas como arquitectura o escultura contemporáneas que esconde el pequeño bosque anexo aúnan intimidad y trascendencia con una delicadeza y una quietud ausentes en el catolicismo. A veces la mejor forma de aceptar un legado es ignorarlo. 

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