Sea en un afamado restaurante en Washington o en un bar de un pueblo
perdido en mitad de Massachussets, da la impresión de que en este país es
complicado comer mal a no ser que uno lo busque ex profeso. Que viene a decir
que, incluso si el bar en que comemos pudiera ser el equivalente a ese bar
español donde atruena la televisión todo el día y clientes y dueño parecen
competir en dejadez o hastío, tanto como el local en feísmo o mal olor, a quien
lo regenta parece aquí importarle que lo que te sientas a comer no tiene la
culpa de todo lo demás, sea la ubicación del bar, de quienes lo llenan cada día,
de la decoración o el calor exterior. Incluso el saludo de los parroquianos
muestra una forma de digestión social que ojalá pudiera envasarse y distribuir
en españa.
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