viernes, 17 de agosto de 2018

Planetas alineados


Servir en el ejército de tu país era una música moral que resonaba dentro de todos en las primeras décadas del siglo XX. Y la escuchaban incluso quienes, aquejados de debilidad crónica como Gustav Holst, sentían obligatorio formar parte del sacrificio generacional. Por supuesto hace un siglo, como hoy, alguien que hubiera estudiado música servía tanto como cualquier otro para dejarse matar en nombre de su país.
En inglés, serve es, en sí mismo, un ejército de significados: puede expresar el acto de trabajar, el de emplear tiempo en hacer algo, el de servir a alguien, el de golpear una pelota de tenis, el de sustituir una función por otra, incluso el de copular. Y aún le queda significado para aglutinar todo el honor que los corderos ven en el matadero.
Holst pertenecía a la estirpe opuesta: cada una de las tres generaciones anteriores había producido al menos un músico profesional en su familia. Cuando trató de alistarse, su pobre visión y escasa fuerza se lo impidieron con la misma contundencia con la que su apellido original -von Holst- le cerraba puertas en su propio país pese a haber nacido en Cheltenham.
Su ingreso en la YMCA como director musical, una de las principales organizaciones de voluntarios en ese tiempo, trajo el cambio de apellido y a pocos meses de terminar la guerra, su traslado a Salónica, para la que se preparó militarmente… tomando lecciones de afinado y reparación de pianos. Salónica no era precisamente primera línea de combate, y lo fue menos aún durante el viaje de un mes que trasladó a Holst hasta allí. Veinte días antes de su llegada, fue anunciado el Armisticio total.
Descrita inicialmente por el propio Holst como “el lugar más feo e infecto posible”, Salónica libraba una guerra contra el caos y la insalubridad, que incluía malaria y un deficiente abastecimiento. Pero también era el lugar en el que había estado destinado su amigo Ralph Vaughan-Williams un año antes. El mismo con el que había coincidido cursando estudios musicales tempranos y con el que se intercambiaba partituras que ambos corregían.
Y para quien quisiera buscar significados con más recorrido, a apenas unas horas de allí, en Missolonghi, ¿no había muerto Byron un siglo antes?. Mientras tanto, lo que moría delante de sus ojos era la enseñanza musical que se había forjado antes de viajar: presa de una audiencia que moría por salir corriendo del recinto y del país para volver a Inglaterra, los conciertos frecuentemente tenían lugar frente a audiencias erráticas, intérpretes indiferentes y pianos rotos.
Era otro mundo, e incluso de eso andaba Holst sobrado: dos años antes había terminado la composición de Los planetas (1916), escrita en los primeros años de la I Guerra Mundial, bajo bombardeos eventuales. Y a mayor ruido, más silencio había puesto en ella: inicialmente grabó la partitura para dos pianos, salvo el movimiento Neptuno, que fue interpretado por un órgano. La versión para orquesta, hoy estándar, llegó después, y con ella la aceptación popular.
En una de las fotografías que cuelgan de la exposición temporal en su casa natal en Cheltenham, Holst posa rodeado de oficiales del ejército británico, la gorra entre sus manos como si sostuviera sus débiles y envejecidos 45 años. Su mirada desvaída parece no dirigirse al fotógrafo, quizá concentrado en escuchar en su interior el primer movimiento de su pieza -Marte, el portador de la guerra- que no llegó a interpretar para los soldados ni una sola vez.

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