Servir en el ejército de tu país era una música moral que resonaba
dentro de todos en las primeras décadas del siglo XX. Y la escuchaban incluso
quienes, aquejados de debilidad crónica como Gustav Holst, sentían obligatorio
formar parte del sacrificio generacional. Por supuesto hace un siglo, como hoy,
alguien que hubiera estudiado música servía tanto como cualquier otro para
dejarse matar en nombre de su país.
En inglés, serve es, en sí mismo, un ejército de significados: puede
expresar el acto de trabajar, el de emplear tiempo en hacer algo, el de servir
a alguien, el de golpear una pelota de tenis, el de sustituir una función por
otra, incluso el de copular. Y aún le queda significado para aglutinar todo el
honor que los corderos ven en el matadero.
Holst pertenecía a la estirpe opuesta: cada una de las tres
generaciones anteriores había producido al menos un músico profesional en su
familia. Cuando trató de alistarse, su pobre visión y escasa fuerza se lo impidieron
con la misma contundencia con la que su apellido original -von Holst- le cerraba
puertas en su propio país pese a haber nacido en Cheltenham.
Su ingreso en la YMCA como director musical, una de las
principales organizaciones de voluntarios en ese tiempo, trajo el cambio de
apellido y a pocos meses de terminar la guerra, su traslado a Salónica, para la
que se preparó militarmente… tomando lecciones de afinado y reparación de
pianos. Salónica no era precisamente primera línea de combate, y lo fue menos
aún durante el viaje de un mes que trasladó a Holst hasta allí. Veinte días
antes de su llegada, fue anunciado el Armisticio total.
Descrita inicialmente por el propio Holst como “el lugar más feo e infecto posible”, Salónica
libraba una guerra contra el caos y la insalubridad, que incluía malaria y un
deficiente abastecimiento. Pero también era el lugar en el que había estado
destinado su amigo Ralph Vaughan-Williams un año antes. El mismo con el que
había coincidido cursando estudios musicales tempranos y con el que se intercambiaba
partituras que ambos corregían.
Y para quien quisiera buscar significados con más recorrido, a
apenas unas horas de allí, en Missolonghi, ¿no había muerto Byron un siglo
antes?. Mientras tanto, lo que moría delante de sus ojos era la enseñanza
musical que se había forjado antes de viajar: presa de una audiencia que moría
por salir corriendo del recinto y del país para volver a Inglaterra, los
conciertos frecuentemente tenían lugar frente a audiencias erráticas, intérpretes
indiferentes y pianos rotos.
Era otro mundo, e incluso de eso andaba Holst sobrado: dos años
antes había terminado la composición de Los planetas (1916), escrita en los primeros
años de la I Guerra Mundial, bajo bombardeos eventuales. Y a mayor ruido, más
silencio había puesto en ella: inicialmente grabó la partitura para dos pianos,
salvo el movimiento Neptuno, que fue interpretado por un órgano. La versión
para orquesta, hoy estándar, llegó después, y con ella la aceptación popular.
En una de las fotografías que cuelgan de la exposición temporal en su casa natal en Cheltenham, Holst posa rodeado de oficiales del ejército británico, la gorra entre sus manos como si sostuviera sus débiles y envejecidos 45 años. Su mirada desvaída parece no dirigirse al fotógrafo, quizá concentrado en escuchar en su interior el primer movimiento de su pieza -Marte, el portador de la guerra- que no llegó a interpretar para los soldados ni una sola vez.
En una de las fotografías que cuelgan de la exposición temporal en su casa natal en Cheltenham, Holst posa rodeado de oficiales del ejército británico, la gorra entre sus manos como si sostuviera sus débiles y envejecidos 45 años. Su mirada desvaída parece no dirigirse al fotógrafo, quizá concentrado en escuchar en su interior el primer movimiento de su pieza -Marte, el portador de la guerra- que no llegó a interpretar para los soldados ni una sola vez.
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