sábado, 18 de agosto de 2018

El libro diario


En el interior de algunas de las maravillosas librerías que uno se encuentra por doquier, una pila de libros usados a los que se ha añadido una faja blanca mate destaca como si alguien hubiera dejado allí los suyos a cambio de llevarse otros nuevos. De diferentes tamaños y similar aspecto ajado, el misterio de observarlos escritos en distintos idiomas dura lo que tardas en abrirlos: dentro no hay una sola letra impresa. Son cuadernos, hechos a partir de viejas portadas de ediciones mayoritariamente holandesas, suecas, francesas, italianas, incluso alguna española (Sénder).
Todas las palabras que faltan parecen haberlas puesto en sus periódicos, los espantosos y los buenos; los que se leen cómodamente sentado y los que, impresos en una hoja interminable, exigen levantarse y leerlos a un metro de distancia. Comprarlos en fin de semana es retroceder al tiempo en que la cantidad de páginas impresas podía bastar para explicar un país a quien no supiera nada de él.
Gran Bretaña sería, así, un país entregado a la jardinería, a los suplementos inmobiliarios y de viaje, notoriamente al fútbol. Y que en ninguno de los formatos leídos estos días -The Guardian, The Daily Telegraph y The Times- parece estar interesado en hablar del mismo tema durante una página entera. Quizá porque sus temas se repiten de un día a otro con ensimismamiento no reñido de una afinada sintáxis.
La batalla política se enfanga estos días en las declaraciones de sendos prohombres de los partidos mayoritarios: la del conservador Boris Johnson al comparar a quienes usan burka con un buzón de correos o ladrones de bancos, y la del laborista Jeremy Corbyn al apoyar la causa palestina y criticar la agresividad colonialista de Israel en ese territorio.
La suerte de ambos en la prensa es desigual: mientras The Times publica, días después, una entrevista a un imam de Oxford que no solo sostiene que Johnson no ha de disculparse, sino que su advertencia es demasiado metafórica dado la amenaza que representa el islamismo, The Daily Telegraph resume el conflicto de Corbyn de una forma burda, si no abyecta “Corbyn compara las acciones israelís con el nazismo”. En realidad todo lo que ocurre es que el partido laborista votó no suscribir la IHRA (Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto) porque, cabalmente, una de las definiciones a que obliga suscribir dicha Alianza -establecer comparaciones de actos contemporáneos de la política israelí con actos nazis es racista- permitiría a un gobierno israelí cometer genocidio sin poder ser acusado de haber seguido la senda de quienes, como los nazis, lo hicieron antes.
Reducir eso a antisemitismo, como pregonan decenas de páginas impresas estos días, es llamar idiota a quien lee el periódico, y más a largo plazo, pedirle que deje de comprarlo. Ignorar, como recuerda The Guardian, que Corbyn es un luchador acreditado contra el racismo al tiempo que alguien crítico con las políticas criminales contra los palestinos es ponerse a la altura de los tres mayores periódicos israelíes distribuidos en Reino Unido -The Jewish Chronicle, Jewish News y Jewish Telegraph- que, puestos de acuerdo en imprimir la misma portada, acusaron a un posible gobierno de Corbyn de representar “una amenaza existencial a la vida judía en este país”.
Sin que llegue a ser un consuelo, uno está casi tentado de hallar en los periódicos ingleses parecido desvarío al que se imprime en España. Y eso sí, similar lucidez eventual, como cuando Rafael Behr escribe en The Guardian que los síntomas de la negociación del brexit es, desde el lado patrio, la de un borracho que más fuera de control se muestra cuanto más en serio quiere ser tomado. Cómo las escenas volátiles que ese estado proporciona -el extraño que se convierte en tu nuevo mejor amigo, la súbita explosividad, la expulsión del pub- son detalles menores comparados con el problema principal: el alcoholismo.
En sus propias palabras: “Over the course of one single week in July, the Brexit secretary and the foreign secretary both resigned, there were backbench rebellions and serial government humiliations, there was talk of no-confidence motions, leadership challenges, the prime minister falling, early elections … each day’s events might have qualified as crises in their own right.
Combined, they might have been more than a crisis, yet somehow the sheer volume of mess actually diminished the impact. At least that’s what it looked like from France. It was a violent attack of gut spasms in a body politic tormented by a problem that it refuses to admit. It was Westminster vomiting a load of news on to the kerb before staggering towards the next bar.
The government is so stupefied by Brexit it can hardly walk. Labour says the problem is not the drinking but the choice of drink. As if a slightly softer red from Jeremy Corbyn’s radical left cellar would succeed where the Tory right’s hard stuff has failed. An abstinence movement is growing but it lacks leadership.
Or maybe we just haven’t hit the bottom yet. Maybe British politics just has to ride out a few more cycles of mania and denial. It resembles an addict’s compulsion to keep going, to repeat the degrading pattern again and again, because carrying on feels easier than stopping; because to stop would mean a brutal audit of harm already done, relationships ruined, money squandered, poison already ingested. It is a painful reckoning, but not one that can be postponed for ever.”
Dos días después, The Times publicó una columna de David Aaronovitch sobre un predicador de la extrema derecha británica que, definitivamente, alcanza, si no supera, los estándares españoles sobre estupidez política al alcance de pocos, al relatar la peripecia reciente de alex jones, alguien capaz de defender que el 11-s fue una operación de la CIA, que Obama era un musulmán infiltrado, que las matanzas escolares son fraudes, que sus víctimas aún viven y que sus destrozados parientes son cómplices. Alguno de esos padres fueron acosados por seguidores dementes de jones y hubieron de mudarse. Y cuando tanta sinrazón parece imposible de superar, surge nigel farage para defender la libertad de expresión de jones.
A uno no se le ocurren razones para desear el fin del periodismo impreso, pero de elegir una, sería esperar así que los idiotas peligrosos que, en todas partes, expulsan odio e ignorancia precisamente para conseguir la atención que sus luces no les proporcionarían por otros medios desaparezcan al hacerlo la tinta que les hace existir.

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