domingo, 19 de agosto de 2018

El señor de los Nibelungos


Un año y medio antes de que Reino Unido entrara en guerra contra Alemania en 1914, J.R.R. Tolkien salió a pasear con la mujer a la que amaba. Tras tres años sin verla, ésta lucía en un dedo el anillo de compromiso que la unía a otro hombre. Tras un día luchando contra el poder de ese anillo, ella se lo quitó del dedo y se lo devolvió a aquel que se lo diera. Dos años después de ese día, mientras cursaba el entrenamiento militar previo a ser enviado a Francia, Tolkien recordaría cómo “los seres humanos escaseaban”.
Una vez en suelo francés, los primeros hombres que le correspondió comandar eran mineros de Lancashire. Y no cuesta adivinar en su elección de los hobbits como aquellos más injustamente arrastrados a la guerra, la memoria de tantos hombres sacados de los campos de labrar en su país para ser lanzados a la metralla y las balas de la guerra del Somme, en la que un millón de soldados resultaría herido o muerto.
Quizá porque un análisis pormenorizado de las influencias que recorren su obra ocuparía, no la sala pequeña en que sucede, sino el hall entero, la exposición sobre Tolkien que alberga la Biblioteca Bodleiana, en Oxford, se limita a un breve repaso biográfico, punteado por los dibujos originales, algunos manuscritos y contados detalles sobre el proceso de escritura, edición y acogida. Que, eso sí, no necesita, y bien que se agradece, referencia alguna a las películas de Peter Jackson. Es un placer recorrerla y las posibilidades desdeñadas no restan emoción a la contemplación de cuanto se ha logrado juntar.
Solo que en la celebración de una mitología que abarca varias eras en sus tres libros más conocidos -El hobbit, El señor de los anillos y el Silmarilion- uno querría también leer que buena parte de todo eso -el anillo de poder, el dragón que guarda el oro, los elfos buenos y los malos, los seres superiores y los inferiores- estaba ya en lo que Richard Wagner puso en las cuatro óperas, escritas entre 1848 y 1874, que forman El anillo del nibelungo.
Como otro anillo, un círculo geográfico les unía antes incluso de escribir o componer una línea: la invasión del Electorado de Sajonia durante la Guerra de los siete años forzó a emigrar a Inglaterra a los ancestros alemanes de Tolkien en 1756. Y cincuenta y siete años después, en Leipzig, en el mismo Reino de Sajonia, nació Wagner. Los ancestros paternos de Tolkien fabricaban y vendían relojes y pianos en Londres y Birminghan. Wagner y Tolkien compartieron el mundo durante nueve años, el mismo tiempo que sus respectivos países emplearon en librar dos guerras mundiales que arrojaron al mundo cuanto éste último despreciara de él: la industrialización destructiva, el abandono de la vida campestre, la pérdida de la inocencia, el sacrificio de vidas.
La sección más espectacular de la exposición es un mapa, recreado digitalmente, de la Tierra media que Tolkien inventara. En ciclos de diez minutos, permite seguir, en un recorrido sencillo y estupendamente realizado, la muy simplificada peripecia narrada en El señor de los anillos. La línea iluminada que contiene el avance de Frodo y Sam, de Aragorn o Gandalf, termina en una onda expansiva cada vez que describe un hito de la novela. Como un do de pecho.

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