Quien se acerque a saciar su sed de espiritualidad a la iglesia St Mary the Virgin, en Oxford, tendrá ocasión de beber algo más antes de entrar: una terraza se extiende, relajadamente como todo aquí, a ambos lados de su entrada principal, llena de turistas como de normal ha de hacerlo de estudiantes. Quinientos siglos después de la gran Reforma que sacudió el cristianismo en este país, la segunda por venir cerca ya los muros del castillo, y uno casi se extraña de no ver en las iglesias vacías mesas de café en vez de bancos esperando a quien ya no entrará jamás a sentarse en ellos.
A base de entrar y salir de calles de pueblos y ciudades
en las que se respira la misma quietud, y parecido frescor, que en una iglesia,
uno acaba por intuir, y acaso compartir, parte del altar venerado en esa otra
Reforma en marcha, el Brexit. En concreto, la cruz obvia que ha de ser aparcar
la razón y optar por la emoción necesaria para hallar nexos con un italiano o
un español a la hora de observar los tan distintos principios básicos de
civismo y respeto a según qué formas de convivencia.
Los nexos con aquella época van desde lo que la invención de la imprenta hizo por la Reforma protestante, hoy periodismo del lado de la demagogia más zafia, al cisma que culminara Enrique VIII al ver negado su deseo de divorciarse, tan similar a la farsa argumental con que nigel farage defendiera el referéndum de separación. Y la razón de fondo también se parece bastante a la que en el siglo XVI separó la doctrina cristiana en varias ramas: las bulas papales de entonces, el monopolio fiscal o la negativa a prohibir el divorcio se cruzan, sin gran esfuerzo en el cisma, con la zafiedad expresiva, la crueldad animal convertida en fiesta nacional, el desprecio por el conocimiento, el fraude y la corrupción como principios sagrados, o el nulo civismo que imperan en partes nítidas de Europa. No digamos ya con el oscurantismo político que reina en Polonia o Hungría.
Como imprimen a diario periódicos a ambos lados del Canal de la mancha, las razones para ignorar tan abismales diferencias de entender una sociedad son económicas, meramente comerciales. Por eso, sin que la segunda gran razón para permanecer unidos -evitar una guerra más- aparezca remotamente en el horizonte, se entiende que la razón para mantener su moneda oculte causas más cotidianas.
Los nexos con aquella época van desde lo que la invención de la imprenta hizo por la Reforma protestante, hoy periodismo del lado de la demagogia más zafia, al cisma que culminara Enrique VIII al ver negado su deseo de divorciarse, tan similar a la farsa argumental con que nigel farage defendiera el referéndum de separación. Y la razón de fondo también se parece bastante a la que en el siglo XVI separó la doctrina cristiana en varias ramas: las bulas papales de entonces, el monopolio fiscal o la negativa a prohibir el divorcio se cruzan, sin gran esfuerzo en el cisma, con la zafiedad expresiva, la crueldad animal convertida en fiesta nacional, el desprecio por el conocimiento, el fraude y la corrupción como principios sagrados, o el nulo civismo que imperan en partes nítidas de Europa. No digamos ya con el oscurantismo político que reina en Polonia o Hungría.
Como imprimen a diario periódicos a ambos lados del Canal de la mancha, las razones para ignorar tan abismales diferencias de entender una sociedad son económicas, meramente comerciales. Por eso, sin que la segunda gran razón para permanecer unidos -evitar una guerra más- aparezca remotamente en el horizonte, se entiende que la razón para mantener su moneda oculte causas más cotidianas.
Al cabo, es lo que hizo Enrique VIII cuando, para pedir
el divorcio de su esposa, viuda previa de su hermano, adujo que Dios prohibía estar con ella, tal y como se cuenta en el Levítico, y que el Papa de Roma carecía de
jurisdicción sobre la Biblia. Clemente VII se negó y el Protestantismo fue el
nombre digno con el que el deseo de Enrique VIII hacia Ana Bolena pasó a la historia.
Desear una religión a la carta se parece mucho a aspirar
a una Unión Europea hecha de los países con los que se comparten unos mínimos,
y lo que los separatistas británicos pugnan por lograr esconde, probablemente,
el deseo impronunciable de lograr una Europa que aúne en lo político lo que, ilegalmente,
ya lucen Luxemburgo o Irlanda en sus prácticas fiscales a medida para
multinacionales.
La Reforma que Lutero clavara en el centro del
catolicismo en 1517 creó el mapa de afinidades que, aún hoy, bastaría quizá
para derrotar un referéndum que propusiera salir de un club en el que lucieran los
luteranos países escandinavos y Alemania, y los calvinistas Suiza, Holanda y
parte de Francia y Bélgica. Quién querría a Catalina de Aragón pudiendo estar
con una mujer educada en Holanda y Francia, a la que además le interesa el
arte, la literatura, la poesía, la música y la danza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario