miércoles, 15 de agosto de 2018

La segunda mejor tumba


En la Inglaterra isabelina las compañías teatrales en gira solían convocar un casting allí donde llegaban para elegir a quienes, interpretando papeles menores, bien podían alternar sus trabajos de curtidor, maestro o alguacil con el de decir en escena las líneas que les correspondieran. Como si la tradición hubiese pasado de lo teatral al urbanismo, enormes lápidas de los siglos XVIII y XIX, idénticas hasta que uno lee los nombres, rodean a muchas de las iglesias que visitamos en la región de los Cotswolds.
Una de ellas es the Holy Trinity Church, donde fuera bautizado y hoy yace enterrado en Stratford-upon-Avon William Shakespeare, bajo una losa discreta en la que cuesta reconocer su nombre. Tampoco es fácil leer algunos de los que, fuera de la iglesia, reposan bajo un nombre menos vigilado. Quizá por eso al recorrer el camino de grava que lleva hasta la iglesia, uno piensa que quienes yacen enterrados alrededor de Shakespeare son sus personajes.
Él mismo lo pensó cuatro siglos antes: sus obras están bien surtidas de muertos que se levantan de la tumba para informar o atormentar a quienes aún pasean sobre ellas. Hamlet recibe visitas de su padre pidiendo venganza. Macbeth cree ver sentado a la mesa del banquete a su antiguo compañero, asesinado ya bajo sus órdenes. Antes de la batalla que regirá su suerte, Ricardo III recibe la visita de aquellos a los que él mismo enviara a la tumba.
Es esta misma obra la que sugiere una segunda paradoja, que es la de su entierro en el seno de una iglesia: buscando ser propuesto rey, Ricardo III y el duque de Buckingham urden un plan para hacer pasar por santo a quien es, ya sobradamente demostrado, un sanguinario déspota. El segundo convoca al pueblo frente a un monasterio, y allí asoma Ricardo III fingiendo haberse recluido para orar y renunciando al trono que Buckingham pide para él, por ser muy inferior en merecimientos.
Tampoco lo eran, a ojos de la autoridad eclesiástica, los de Shakespeare a la hora de reposar en el presbiterio. Si yace allí es porque compró ese derecho, y no barato. El precio pagado equivalía entonces a tres casas con corral en Londres y garantizaba que sus huesos no acabaran en un osario. Suena al miedo de un hombre a perder lo que ya no importa perder, y quizá es porque, tres años antes, ya había perdido, al incendiarse the Globe theater, cuanto manuscrito suyo hubiera. Y no es que la carne de sus personajes viviera a salvo de las llamas: la mitad de su producción dramática solo fue publicada transcurridos ocho años de su muerte.
Sin eso, las pruebas de su paso por el mundo se limitan a registros de propiedad, actas bautismales y de matrimonio, testamentos y glosas ajenas, a favor y en contra. El aspecto mundano de la veneración actual -hordas de turistas acaso más atraídos por la palabra “fama” que por las que escribiera Shakespeare- engarza, sin embargo, con esa huella recogida en registros notariales que añade a la vida del escritor de esa era el más fiable de los testimonios: el de las frases legales, faltas acaso de poesía pero no de permanencia.
Y esta costaba más en el siglo XVII que ese entierro en sagrado: las líneas escritas por el dramaturgo eran con frecuencia impunemente adaptadas, cuando no reescritas, por actores o productores, no en vano llamados autores en ese tiempo. Incluso existiendo esa primera edición de 1623, es arduo saber cuánto de ese material salió de las manos de su autor y cuánto de copias dotadas de añadidos. Y lo impreso no siempre ayudaba: los diarios del empresario teatral Philip Henslowe recogen noticia de varias obras de Shakespeare representadas en su teatro -The Rose- sin mencionar una sola vez a éste.
Miles de kilómetros hacia el oeste, en una esquina de la cocina de Rowan Oak, la casa que William Faulkner comprara en 1930 en Oxford, Mississippi, una pared pintada en un blanco ya desvaído muestra, junto a un teléfono negro de pared, anotaciones a lápiz de la propia mano de Faulkner, mayoritariamente números de teléfono a los que éste llamaba.
La recreación interior de la casa en que naciera Shakespeare incluye una cocina, y una planta más arriba, las anotaciones que visitantes de siglos posteriores grabaran en el cristal de la habitación en que supuestamente naciera. Salvo eso, todo lo demás es solo un diorama, una foto del siglo XVI formada por elementos disecados siglos más tarde. Pero como en cada trazo escrito por Faulkner en la pared, hay algo real en ello, aunque no esté ahí: mientras la vida artística de Shakespeare conocía el rechazo y el éxito, mientras existía o no en función de la opinión ajena, su vida civil quedaba fijada, inmune, en litigios propios o como testigo, contratos de arrendamiento y prevenciones testamentarias. Un cercado de tierras comunales era acaso más real en su vida que cuanto pusiera en boca de Othello.
Respetada la maldición que auguran los versos labrados en la lápida, –“Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras, y maldito el que remueva mis huesos”- cuanto de él pueda extraerse está repartido por Stratford-upon-Avon con merecida avidez sin que ese espejo ubicuo impida otros con similar expansión feliz: el día que lo visitamos, un mercadillo situado en el parque anexo a los dos principales teatros de la localidad (the Swam theatre y the Royal Shakespeare Theatre) celebra la obra de Lewis Carroll, su país de las maravillas. Sembrada la economía local de un turismo incesante, la doblez de tantos de los personajes shakesperianos incluye aquí un matiz redentor: RSC, que en el resto del mundo significa Responsabilidad social corporativa, es aquí the Royal Shakespeare Company.

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