Quizá honrando la arquitectura que la alberga, una
de las tiendas que la Biblioteca Bodleiana tiene repartidas por los edificios
que ocupa en la universidad de Oxford expone únicamente libros que muestran
tanto cuidado en sus cubiertas y diseño como en los textos que contienen. Uno
de ellos, integrado en una colección de compendio poético, permite ver, aún codo
con codo como una última correría de los dos disolutos, las obras de Byron y
las de Percy B. Shelley.
Uno coge, para llevárselo, el tomo de este último,
y otro tomo idéntico asoma detrás, como si imitara la singular relación de éste
con estas calles y estos edificios imponentes: Shelley ingresó en Oxford en
1810 y fue expulsado un año después al publicar el opúsculo La negación del
ateísmo. Regresó para siempre seis años después, esta vez bajo la forma
camuflada de Víctor Frankenstein, que la mujer de Shelley, Mary Godwin Wollstonecraft,
hizo recalar en su antigua universidad rumbo a Escocia, donde la novela terminará
de estallar al hacerlo, literalmente, el segundo monstruo que aquel creara a petición
del primero.
Aquí yacen los manuscritos originales de la
novela, en sus dos versiones conservadas: la publicada originalmente, corregida
por Shelley, y la que Mary Godwin dejara antes de los añadidos de aquel. De
entre los cientos de miles de volúmenes que atesora la Biblioteca Bodleiana,
ninguno es la versión del monstruo, y es una pena, no solo porque sus luces
sobrepasen en mucho a las de su creador, sino porque una biblioteca debería
honrar especialmente a aquellos que han leído adecuadamente, y en la novela de
Mary Shelley solo hay uno: la criatura.
Es ella la que ha leído a Goethe, a Plutarco y a Milton
entre otros. Víctor Frankenstein ciñe su memoria de ese viaje a Oxford a la
añoranza de un rey y un político coetáneos de Shakespeare, pero sin mención a autor
alguno que no sean los precursores alquímicos de los que renegara llegado el
día, cuando Mary Shelley decidió que las advertencias sobre sus lecturas
mediocres eran ya imposibles de ignorar.
Coetáneo de todos ellos, de ese rey -Charles I-,
de ese político -John Hampden- y de Shakespeare, fue Thomas Bodley. Suya fue la
idea, y el dinero, de restaurar la abandonada Biblioteca de Oxford en 1598. También
la de inscribir en un lugar bello y legible el nombre de quienes contribuyeran
a la construcción de los fondos bibliotecarios necesarios. Y acaso también la
de almacenar un ejemplar de cada libro registrado en Inglaterra para su
preservación y posibilidad de estudio.
Milton, que coincidió ocho años en este mundo con
Shakespeare, y cinco con el propio Bodley, dudosamente habría puesto reparos a
que Shelley disfrute hoy de la estatua de mármol que alberga the University
College, a escasa distancia de la tienda que exhibe su obra. Pero si la lectura
ha de honrar a quien más difícilmente llega a ella, la de un monstruo leyendo haría
más justicia al propósito de una Biblioteca.
Inmune a ello, el cuerpo marmóleamente yacente de Shelley duerme su sueño en el mismo edificio en el que Robert Boyle y Robert Hooke identificaron, tras fabricar un microscopio, la célula viva, 150 años casi exactos antes de que Mary Shelley la desenterrara en una novela. Y doscientos antes de que Iciar entre en la habitación de Guillermo y Genoveva a leerles Frankenstein antes de dormir, o durante el sueño.
Inmune a ello, el cuerpo marmóleamente yacente de Shelley duerme su sueño en el mismo edificio en el que Robert Boyle y Robert Hooke identificaron, tras fabricar un microscopio, la célula viva, 150 años casi exactos antes de que Mary Shelley la desenterrara en una novela. Y doscientos antes de que Iciar entre en la habitación de Guillermo y Genoveva a leerles Frankenstein antes de dormir, o durante el sueño.
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