jueves, 5 de mayo de 2022

El túnel al final de la luz

La Gran Depresión que devastó el empleo industrial en Chicago, destruyendo uno de cada dos puestos de trabajo, al menos arrastró consigo al partido republicano, que en esa ciudad no ha vuelto a ganar unas elecciones a la alcaldía desde 1931 –“políticamente, Chicago es una ciudad tan de partido único como Pekín”- sugiere David Remnick. Noventa años después Trump llamaba a una insurrección popular tras perder las elecciones presidenciales de 2020, demostrando que un siglo separa en Estados Unidos el tener lo que mereces de exigir lo que no.

Cumplidos en el momento del asalto al Capitolio 150 años del gran incendio que asolara la ciudad en 1871, una de las patrañas preferidas de Trump -todo problema existe por no elegirle- ya había sido formulada en 1968, un siglo después de que las llamas arrasaran Chicago. En agosto de ese año la convención nacional republicana eligió a Nixon como candidato, sellando así el futuro de ese partido, condenado desde ese instante a excavar cloacas nuevas y más profundas para optar a la presidencia. Y éste había augurado lo mismo -todo (Vietnam incluido) sucedía por no haberle hecho presidente cuando les dio la oportunidad años antes.

Las fuerzas sombrías que auparan a éste eran probablemente las mismas que vieran con agrado el asesinato de Kennedy en 1963. Éste ya había derrotado a Nixon en las elecciones de 1960, y tras eso, el republicano tampoco había sido capaz de ganar las elecciones a gobernador en California dos años después. Su costumbre de perder debió haberse perpetuado y si no lo hizo fue porque en 1968 todo parecía estar perdiendo más que él: lo hacía Eisenhower (del que Nixon fuera vicepresidente durante ocho años), que agonizaba en el hospital mientras tenía lugar la convención republicana. Lo hacía el propio país, que alargaba la muerte lenta de su reputación en las selvas vietnamitas. Y lo hacía el presidente vigente, Lyndon B. Johnson, que tras haber derruido en las presidenciales de 1964 a Barry Goldwater, renunció a un segundo mandato que hubiera sido, de hecho, el tercero, tras heredar el cargo al morir Kennedy.

La tesis de Norman Mailer es que, sabiendo que su defensa de los derechos civiles y del voto afroamericanos entregaría el sur al partido republicano durante una generación, Johnson dejó ganar a Nixon al sentirse abandonado por su propio partido, y lo hizo apoyando al candidato que menos posibilidades tenía de ganar -su vicepresidente Hubert Humphrey. 

Y esa inmensa derrota sucedió pese a las guerras de la convivencia que la agenda social de su presidencia ganara durante esos cuatro últimos años -la ley de derechos civiles que prohibía la discriminación racial; la ley de derecho al voto que permitió a millones de ciudadanos negros votar en siete estados del sur; el objetivo de duplicar el gasto destinado a educación; seguros de salud para ancianos y pobres; incluso firmó una ley de control de armas. 

Pero esa misma sociedad perdía una guerra aún más visible al mismo tiempo, y aunque sucediera lejos del territorio en el que las políticas de Johnson habían mejorado la forma de convivir, esa guerra y la incapacidad para acabarla ensombrecieron su presidencia y abrieron la puerta a Nixon, tanto como la defensa demócrata de los derechos civiles proporcionó la llave que emplea el partido republicano desde entonces para considerar suyos esos estados. El lugar elegido para que el partido demócrata hallase su propio Vietnam fue Chicago. Allí tuvo lugar la convención demócrata. Y también la mitad de lo que acabaría siendo el libro de Mailer Miami y el sitio de Chicago, relato de las dos convenciones de las que salieron los candidatos respectivos. 

Separados por solo dos meses, Robert Kennedy y Martin Luther King habían sido asesinados ese mismo año. Actos vandálicos llenaron las calles de varias ciudades norteamericanas de protestas y violencia que la policía reprimió con saña y mortandad. Las manifestaciones contra la guerra se juntaron a las que expresaban la ira racial por el asesinato impune de sus representantes. Y cuando las televisiones llegaron a Chicago para retransmitir la elección del candidato demócrata, las órdenes brutales del entonces alcalde (demócrata) para instaurar el orden –“tirar a matar”- mostraron un caos incontrolado de víctimas y detenciones masivas que a Nixon no le fue difícil capitalizar. “Seguro que los políticos demócratas tampoco desean elegir a su candidato en medio de un baño de sangre” -decía uno de los manifiestos hippies de esos días. Y si no, siempre quedaba recurrir al hecho de que una votación sobre si seguir o no las políticas de Johnson sobre Vietnam tuviera en contra al 40% de los propios delegados demócratas. O que uno de los candidatos calificara la reacción policial enviada por el alcalde (demócratas ambos) como “propia de la Gestapo”.

Como un reverso sombrío de lo que dijera de los Kennedy –“eran algo mejores de lo que les habría correspondido, y por tanto parecían querer hacer a Estados Unidos algo mejor de lo que debía ser”-, Mailer escribió del partido demócrata que “se parecía demasiado a Estados Unidos: -escribió Mailer- dividido, convulso, despistado, sin norte”. Y más aún iba a parecerse con Nixon, de cuya victoria escribiría más tarde E.L. Doctorow que encarnaba “la fiel imagen de la venganza de los poderosos… rígido, carente de honor y de cualquier clase de catadura moral, endurecido por odios destructivos, desprovisto de espiritualidad, tan lejos de todo aquello que es alegre y fervientemente bello en la vida, carente del menor respeto por la vida humana… y sin dar muestras jamás de sentido común”.

Éste, que ofuscado por el apodo de tramposo que le persiguiera hasta la presidencia, llegara a decir en rueda de prensa que él no era un sinvergüenza, lo demostró del todo cuando en 1974 fue obligado a dimitir por abusos de poder que después Trump iba a dejar en nada. Le sucedió su vicepresidente Gerald Ford, que nada más acceder al cargo perdonó a Nixon cuantos cargos hubiera contra él. Fallecido un año antes, Johnson no llegó a ver a su sucesor caer hasta la altura exacta de sus méritos, y aún peor, tampoco estaba ahí para ver cómo Ford, que heredara la presidencia como antes él, era incapaz de ganar por sí mismo unas elecciones en 1977 al perder contra el demócrata Jimmy Carter. 

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