Quizá porque una de las nociones fundamentales del estilo de Frank Lloyd Wright para las casas del medioeste americano –“los planos horizontales de las casas forman parte del suelo”- más parece describir el océano sobre el que tanto escribiera Herman Melville, quien busque a Wright en medio del mar vertical de la arquitectura de Chicago, más fácilmente lo encontrará en el Museo de escritores americanos.
El propio Wright pondría escasas pegas dada su familiaridad con la obra de algunos de los padres fundadores de las letras norteamericanas como Whitman, Thoreau o Emerson. Wright solía ir a la escuela con una edición de bolsillo de los sonetos de Shakespeare. Esos bolsillos raramente estaban vacíos de belleza: su padre tocaba corales de Bach en el órgano de la iglesia, y las sonatas de Beethoven, ya en casa.
Entrar al museo es, espacialmente, leer a Wright: la historia que describen sus salas es eminentemente horizontal pese a contar con cimas literarias como Melville, Hawthorne, Thoreau, Dickinson o Twain. Eso sin salir del siglo XIX. En ello influirá el tamaño del propio museo, que aunque magníficamente diseñado, más recuerda a un relato que a una novela. Y que decididamente apuesta por la pedagogía y no por profundizar en la grandeza conceptual y expresiva de sus representados.
Sin que la inmersión sea tampoco profunda, la excepción a esa horizontalidad que les desperdicia a todos espera en una sala diminuta que, por la causa que sea, honra a Ray Bradbury. Quizá porque, de cuantos maestros contiene el museo, las novelas de ciencia ficción de éste permiten acaso identificar su obra más fácilmente que la de Emerson o Whitman. Con la de Melville es más sencillo porque Bradbury adaptó la novela de aquel para la película de John Huston Moby Dick, después de que éste leyera en 1951 un relato de Bradbury que transcurría a 20.000 brazas submarinas. Maravilla leerlo y ver, en la vitrina de al lado, una réplica del Nautilus (salido de la adaptación de Fleischer para Disney) que Bradbury poseyera, como un segundo monstruo submarino, incógnito y acechante.
Tan pequeño espacio alberga, de hecho, un cuerpo social aún más extraño como sea la respetabilidad inesperada: un ejemplar de Playboy de mayo de 1954 alberga el tercero de los capítulos en que, meses después de publicada la novela, fue impresa por entregas su obra magna Fahrenheit 45, presumiblemente entre fotografías de mujeres desnudas. Seguramente porque su ropa había ardido.
A la espera de que el partido republicano logre que un museo de escritores americanos albergue solo lo que la novela de Bradbury profetiza, un estudio de The New York Times desvela que los libros más vendidos en los últimos diez años han perdido una de cada diez páginas respecto a los años previos. Sin que eso informe lo más mínimo sobre la calidad de las obras, tampoco lo hace saber que quienes se asomaran a esas listas el año pasado pasaron en ellas la mitad del tiempo que en la última década.
En la última parte del recorrido, unas pantallas permiten trazar el camino seguido por algunos escritores para llegar a sus obras más notorias. Uno no imagina mejor aportación de la literatura estadounidense al mundo que ubicar pantallas similares en los centros en los que se vota cada cuatro años, para que algunos de quienes apoyan a dementes o criminales supieran, antes de que sea demasiado tarde, de qué están hechas realmente sus promesas.
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