Un artículo de Moira Weigel en The New York Times acerca de Amazon sirve para leer mejor uno de Jonathan Haidt en The Atlantic sobre la devastación de la inteligencia llegada con las redes sociales. El resultado es una pregunta doble sobre la responsabilidad de la iniciativa privada en lo que vende, tanto como de la sociedad en lo que compra. Que en un mundo progresivamente digital como el actual son acaso la misma cosa. ¿O no parecen lo mismo la confianza que depositamos en lo que nos permite tener lo que queramos casi al mismo tiempo que lo queremos, y en algo que nos permite decir lo que queramos, por ofuscado, falso o irrelevante que sea?
Ilustrado por la Torre de Babel, la cita bíblica que abre el artículo de Haidt podría estar hablando de Amazon, al menos antes de que ésta fuera capaz de ofrecerlo todo en todos los idiomas. Pero quien espera dentro de su casa es fácil que se sienta a salvo, por eso la lectura de Haidt -comparar a quienes fueran forzados a abandonar su construcción con el estado actual de la población estadounidense- imagina a sus ciudadanos “vagando entre las ruinas, incapaz de comunicarse, condenados a la mutua incomprensión”.
Es desolador que, en un artículo sobre la destrucción traída por las redes sociales a una sociedad tan vulnerable a la ignorancia y el fanatismo, los primeros en aparecer en el texto sean las víctimas y no los responsables. Quizá porque pudieran ser los mismos. Quizá porque bajo ese paraguas rotundo -Cómo los medios de comunicación social disolvieron lo que mantenía unida la sociedad e hicieron a América estúpida- sus víctimas saben precipitarse desde lo alto de sí mismos, sin necesidad de que las redes sociales les eleven antes. Nixon, Reagan, incluso George Bush jr. fueron elegidos en un mundo en el que Facebook, Twitter o Instagram no existían. Una de las primeras líneas de Haidt -La Biblia no dice que Dios destruyó la torre- también ilustra la autonomía de las sociedades para bastarse a la hora de generar su propia ruina.
Incluso el análisis más temprano de las consecuencias de la división que devasta la sociedad estadounidense –“la incapacidad de hablar el mismo lenguaje o reconocer la misma verdad”- es solo otra forma de decir lo fácil que le resulta a gran parte de su población reconocer la misma mentira, el mismo delirio, la misma percepción demente.
En un texto sobre los crímenes contra la sociedad que han enriquecido a Facebook o Twitter, quien mejor podría explicar el fenómeno es Amazon. La estupidez es, al cabo, un supermercado inagotable, con sucursales en la política, el gran dinero y los medios de comunicación. Cada país les da un nombre, un eslogan en una gorra, una cadena de televisión instalada en la paranoia, o dinero bastante de grandes fortunas para comprar un fascismo con color local, sea rojo, o como entre nosotros, verde.
Pintada por Pieter Brueghel el viejo en 1563, la imagen icónica de la Torre de Babel presenta tres tonalidades en sus materiales. Si los dos interiores podrían ser piedra caliza, la capa exterior, uniformemente amarilla, semeja oro. Y en el símil con la desdichada sociedad norteamericana, sin duda lo es. Esa es precisamente la textura de toda razón localizable detrás de las políticas del partido republicano, de su insistencia en negar prerrogativas civiles, socavar la educación y la sanidad pública, oponerse a que los más desfavorecidos adquieran derechos, y destruir cuanto sea necesario, en vidas y en ecosistemas, para acumular tanta desigualdad como enriquecimiento para las oligarquías que lo financian.
Si algo, las redes sociales han permitido a cada individuo manejar el derribo de su parte concreta e intransferible de cordura, el cupo de ella que quedara tras décadas validando el discurso republicano. No por casualidad la fragmentación de las nociones, la reducción de la complejidad a frases e imágenes, la transformación del valor de la cualificación y el conocimiento en el éxito inmediato de la banalidad y la obscenidad de la mentira suenan a la actualización constante de una red social.
O a su desmembramiento, convertido en el de la sociedad que asiste, intoxicada pero adicta, a los mensajes dementes y estúpidos que se suceden sin fin desde cadenas de televisión como Fox News. “Es una historia de la fragmentación -escribe Haidt- del aplastamiento de cuanto había parecido sólido, la dispersión de lo que fuera una comunidad”. Babel sirve así de metáfora a lo que sucede, no solo entre demócratas y republicanos, sino en el interior de estas formaciones, en universidades, empresas, asociaciones profesionales, museos y familias -dice el artículo.
Solo que nada de eso es nuevo. Está incluso en el lienzo de Brueghel aunque no aparezca pintado. Y quizá importa más por lo que cuenta su ausencia, dado que, al renunciar a poner a Dios en alguna parte, la metáfora tanto sirve para creer en la fuerza y legitimidad de las causas sagradas, tan omnipresente en la política americana, como en la manipulación rentable de lo que solo existe en la mente de quien dice hablar en nombre de grandes principios innegociables como el patriotismo, de quien precisamente un estadounidense dejara dicho que es el último refugio de los canallas.
El Dios norteamericano -blanco y anglosajón- sustentaba la economía esclavista de los estados del sur, para los que creer en una raza inferior exigía creer antes en Brueghel, es decir en los estratos altos de la construcción social. Y sigue aquí, entre nosotros, en la aberrante persecución del derecho al aborto, o en la demonización de la homosexualidad como si fuera un pecado que se elige cometer solo por ir, precisamente, contra la decencia que exige un dios que, como en el cuadro, ni está ni se le espera. Y por el bien de todos esos dementes, mejor que así sea.
Inmunes a ello, en la puerta de un café muy concurrido que da a una avenida, un pequeño grupo de cristianos enfadados por el bien de todos nosotros clama con voz airada y enfebrecida los beneficios de atender la llamada de Dios y no la del café, aunque lo que parece es que no se alimentan de otra cosa. Mientras su voz taladrante nos persigue a medida que nos alejamos, se diría que si cambiaran el sujeto de cada una de esas frases –“dios”- y pusieran en su lugar “iniciativa privada”, “redes sociales” o “estilo de vida americano” el discurso, y la legitimidad dada por innegociable no cambiaría mucho. Casi literalmente, la idea reaparece al leer que muy cerca de ahí, una torre antigua, diseñada y construida en 1913, espera a ser demolida para preservar la seguridad de unos juzgados anexos. Como si el miedo se aplacara llenándolo de escombros de cosas más bellas que las que se defiende.
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