Llegado desde la psicología de Freud y popularizado como “matar al padre”, la superación de las influencias predominantes que lleva a la independencia frecuentemente crea, sea cual sea el campo, un padre fundador nuevo al tiempo que se entierra al otro.
En las artes eso produce tumbas que siguen vivas o habitadas y que en los museos hace convivir pintura del siglo XV con obras actuales, con la misma naturalidad con que en los anaqueles de las librerías o en la colección de cine y música de cualquiera. En arquitectura esas huellas son, en orden al tamaño de sus ejemplos, más visibles. Paradójicamente, una forma sencilla de entender de forma más amplia las raíces americanas en la búsqueda de un estilo propio es dejar de poder ver sus edificios.
Quizá basta entrar a uno de los locales en los que escuchar blues: antes de que los arquitectos del siglo XIX incorporaran la nostalgia (y la decadencia) de las culturas clásicas llegadas con el modernismo, las músicas nativas (blues, jazz) creadas por la cultura afroamericana a partir, precisamente, de la nostalgia y la decadencia (del hombre blanco) establecieron un canon expresivo y conceptual de la música norteamericana aunque, a diferencia de la arquitectura, la literatura o el cine, no pudiera permitirse el lujo de nacer a partir de la búsqueda de la superación de formas clásicas. El blues no puede ocultar que es hijo de la tristeza, la impotencia y la necesidad de consuelo y alegría en medio de la desesperanza.
Cualquier revolución artística, sea teatral, pictórica o arquitectónica, no es culpable de suceder en libertad, aunque sea relativa. Las músicas negras que hoy representan hoy la creatividad sonora de Estados Unidos son músicas de esclavitud. Y el nexo con las formas de creatividad nacidas en libertad pudiera localizarse en el disgusto, en el rechazo ético y estético que un creador siente frente a algo que, en el mejor de los casos, ha envejecido mal o que se mueve entre nosotros como un muerto en vida. La zarzuela es acaso un ejemplo cercano, y la rima en poesía, uno más universal.
Toda búsqueda de la originalidad y del lenguaje propio se parece mucho a caminar por un bosque (el lugar por excelencia en el que hay que imaginar el camino que no ves). Y no parece casual que algunas de las muestras más claras del lenguaje arquitectónico del siglo XX exijan, de hecho, atravesar un bosque para llegar a ellas.
Frank Lloyd Wright había diseñado la Casa de la cascada en 1936, nueve antes de que Mies van der Rohe creara la casa Farnsworth en 1945. Pero es desde ésta que se ve la arquitectura previa a él. Transparente e ingrávida, las exigencias de privacidad que comporta su uso fueron arruinadas más tarde, cuando una carretera fue construida a apenas 200 metros, elevada además sobre la franja en que se asienta la casa. Más tarde, como si quisiera resolver las distancias ambiguas que separan la privacidad sin muros del exhibicionismo auto obligado, el río que discurre a apenas unas decenas de metros inundó la zona y devastó la casa y cuanto en ella hubiera.
Habitada durante veintiún años por su inquilina original, la doctora Edith Farnsworth, y durante treinta y uno por el aristócrata británico Peter Palumbo, es toda una ironía que quien más tiempo pasa desde entonces en ella sea el guía que nos la muestra. Habitante parcial de una casa transparente desde hace ya quince años, su habla es, tal vez para compensar, opaca y apresurada, como si quisiera ocultar mientras muestra. En sus manos, la historia que ilustra las vidas de quienes la diseñaran y habitaran es, así, una cortina.
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