Había pocos retos no alcanzados por los Chicago Bulls en 1998. Juzgados como uno de los mejores equipos de la historia tras ganar su sexto título en ocho años, pese a la dificultad de la ambición ese mismo año lograron algo aún más asombroso: implosionaron. Y solo hizo falta que el General manager del equipo -Jerry Krause- coincidiera con Michael Jordan y Phil Jackson durante un periodo prolongado de éxito no igualado desde entonces, solo superado hacia atrás por los Celtics de Bill Russell de 1957 a 1969.
En 1999 los tres mejores jugadores de aquellos Bulls ya no eran parte de la plantilla, y uno de ellos (Jordan) se había retirado. El entrenador Jackson salió también para recalar en los Lakers donde ganaría cinco títulos más. Llamar a esa autodestrucción un gesto shakespeariano exigiría que todos sus protagonistas fueran víctimas, incluso los culpables. Pero para ello alguien tendría que ser el culpable reconocible.
Es fácil señalar a Krause, también porque su voz fue siempre la menos escuchada y más menospreciada. En la duda, lo que sí es shakesperiano es la forma en que las profecías (amenazas en el caso de Krause) sobreviven, como en Macbeth, a toda heroicidad antes de reclamar su sombrío futuro. Y quizá es como debía ser, dado que un deporte en el que alguien defiende a quien le ataca, y ataca a quien le defiende suena, como poco, a maldición.
En mayo de 2020 Bomani Jones sugería en una entrevista de Isaac Chotiner en The New Yorker que todo el poder amasado por Jordan, toda la inmensa capacidad de presión y exigencia que volcara en sus compañeros, convivía paradójicamente en las mentes de quienes sufrían su ira o su desdén, con el deseo de agradarle, de hacer cuanto pudieran para despertar su simpatía o su gratitud. David Halberstam cita a un periodista que dijera “no haber sentido nunca tantas ganas de caer bien a alguien como con Jordan”. La pócima es compleja de generar y de explicar: la admiración absoluta es el camino más obvio para quien no tiene que soportar pullas en cada entrenamiento. Pero Jones hablaba del mismo efecto entre esos mismos jugadores. La superioridad de Jordan debía ser tan absoluta y tan perceptible a todas horas que el deseo de caerle bien tras anotar, digamos, 9 puntos, es difícil de separar del deseo no pronunciado de que eso sirviera para atenuar su ira al día siguiente en el entrenamiento. Y Jones probablemente acierta cuando sugería lo dudoso de que, cualquiera que fuera el esfuerzo realizado en la pista, eso supusiera caerle bien en modo alguno porque probablemente Jordan solo podía apreciar el marcador y limitarse a decir “bien. Ganamos”.
Y si alguno de ellos pudo haber sentido deseos de reordenar el sistema de aportaciones y recompensas, no debía ser sencillo verse a sí mismo como el último hombre sobre la tierra, dado que el planeta entero adoraba al ser al que temías enfrentarte. Es ambigua la línea que separa el miedo a decepcionar a convertir eso en un más afable deseo de obtener su afecto, ya que ganarse su respeto era algo tan alejado de las posibilidades de cualquiera sin las capacidades asombrosas de Scottie Pippen o Dennis Rodman. Y Krause, que llegaba desde un lugar del infierno mucho más lejano que el jugador que menos jugara en esos Bulls, no debía ser inmune al hechizo.
Méritos suyos aparte, esa lucha no podía ser ganada, ni siquiera librada: confrontado con Jordan, nadie podía devolver el mismo tipo de resultados, fuera cual fuera el tipo de esfuerzo descomunal puesto en práctica. Si alguien lo logró o se acercó lo bastante, fueron Pippen y Rodman. Grant seguramente también. Pero Krause no tenía una sola oportunidad. Y lo peor, lo más terrible de todos esos años a merced de la centrifugadora verbal de Jordan -que para desdicha de sus enemigos, era casi tan versátil, rápida e infatigable como su versión baloncestística- es que lo único bueno que Krause pudo, debió, haber obtenido de su tan indeseada proximidad al equipo a todas horas era que el ratio de éxito de Jordan no podía ser igualado, ni en los entrenamientos ni en los partidos, ni en su competitividad empresarial, en nada. Un predador no comparte la piscina. Y todos lo debían ver, salvo Krause.
Es cruel e injusto llamarle inútil porque parte de lo que tan desesperadamente ansiara -el justo reconocimiento a la labor que él y el propietario Jerry Reinsdorf hicieran para construir todos esos equipos campeones durante tantos años- era una petición legítima, si bien acaso torpemente ciega al hecho de que ganar era, en sí mismo, justo el reconocimiento que ansiaba. Como apóstol de una verdad que nadie más veía, su destino inspira compasión más que cualquier otra víctima de las que Jordan dejara en una cancha. Y sin embargo el dios de las segundas oportunidades se fijó en él cuando en 2003 el dueño de los Washington Wizards despidió a Jordan del cargo de president of basketball operations. Y más tarde, ya en 2010, cuando Jordan se convirtió en dueño de los Charlotte Bobcats, que en los siguientes diez años solo iban a clasificarse para Playoffs tres veces, sin pasar una sola ronda. Hasta hoy.
En realidad fue el propio Jordan quien esperó apenas tres años desde su retirada para hacer por Krause lo que éste nunca hubiera esperado. En el Draft de 2001, Jordan, entonces Team president de los Wizards, eligió como número uno de ese año a Kwame Brown, el primero en ser elegido tan alto sin haber disputado un solo partido como universitario. Trece años más tarde, Brown, que mide 2,11, había promediado 6,6p y 5,5r. Jordan había elegido, décima arriba, décima abajo, a Luc Longley como el mejor jugador del año. Finalmente había un puesto en el que Krause jugaba mejor que Jordan.
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