sábado, 7 de mayo de 2022

Cuando el puente se cruza mejor por debajo

 

A veces la realidad proporciona tantos ejemplos cuya existencia simultáneamente niega, que el simbolismo aflora para compensar. Cuando el 7 de marzo de 1965 un grupo de manifestantes negros se arrodilló en Selma, Alabama, para rezar, rodeados de una turbamulta de hombres y mujeres blancos insultándoles, y la policía embistió brutalmente empleando además gas lacrimógeno, esa misma noche la cadena de tv ABC interrumpió la película que emitía para que 48 millones de estadounidenses asistieran durante quince minutos a la barbarie auspiciada legalmente que pervivía sin que ninguno de sus crímenes fuera castigado. La película que siguieron viendo era Los juicios de Nuremberg.

Leer El puente, la biografía de Obama escrita por David Remnick en 2010, se parece también mucho a un ramillete de nociones arrodilladas mientras son maltratadas, ignoradas o asesinadas. Transcurridas apenas dos semanas desde la infame carga policial en Selma, cuando Martin Luther King se dirigía a la multitud en Montgomery, la capital de Alabama, era para decir que el objetivo del movimiento por los derechos civiles de los negros aspiraba a ganarse “la amistad y la comprensión” del hombre blanco. Un miembro de la política municipal afroamericana pidió en 1960 que la campaña de Kennedy no empleara “términos que ofendan a nuestros buenos amigos del Sur, como “derechos civiles”. Como tantos, el senador negro John Lewis hizo de la expresión “resistencia no violenta” un mantra que, si le salvó la vida, dudosamente fue porque el lenguaje arrodillado tuviera ese poder. Malcolm X, asesinado por erguirse, no está menos muerto que Luther King, que cayera por pedir hacerlo sin perder de vista el suelo.

Hay varios puentes en las casi setecientas páginas del libro. El de Selma es el primero. El puente aéreo que en 1959 trasladó a ochenta y un ciudadanos keniatas a Estados Unidos como parte de un plan de formación supone la semilla del viaje que Obama haría después desde Indonesia y Hawai, dado que su padre viajó como estudiante en ese primer vuelo. Más discreto y más ubicuo, el puente generacional que une la presencia de afroamericanos en la política estatal de Chicago es quizá el más descriptivo a efectos del logro, dado que describe el trayecto de Obama de un extremo al otro del estado en sus dos etapas en Chicago, primero como organizador comunitario en 1985, actividad que “tiene un índice de éxito paupérrimo”, y que parece estar describiendo el porcentaje de abandono escolar de ese tiempo en la comunidad negra local -el 50%. Y después, ya en su segunda estancia en la ciudad a partir de 1991, como aspirante al cargo de senador nacional, primero derrotado en 2000, y después triunfante en 2005. Ese mismo año, cuando un huracán devastó Louisiana, dijo que su deber como senador era “ayudar a tender un puente sobre esa brecha”. Lo repitió un año más tarde, esta vez en un discurso sobre la fe como conflicto.

Pero un puente es también ese lugar alejado tanto del punto de partida como del de llegada. Que al existir en tierra de nadie supone una forma de vacío, reconocible también en la identidad racial negra en Estados Unidos. Obama, cuyo color de piel atrajera sobre sí acusaciones de no ser lo suficientemente negro, sin siquiera poder acogerse a las ventajas de ser visto por los blancos como uno de ellos, es en sí un puente, en lo bueno y en lo malo: si su elección es asombrosa por suceder en un tiempo en el que aún había testigos vivos de los días de Luther King, apenas ocho años después de ser elegido presidente por vez primera, al final de ese camino esperaba Trump, el opuesto exacto a su inteligencia, su empatía, su humanidad y su sensatez. 

Cuando Obama dijera en la Convención Demócrata de 2004 venir a erradicar la noción de que si un niño negro tiene un libro está actuando como un blanco, también estaba trazando un puente entre apetencias profundas: cuando inició el tan ingrato camino hacia la mejora de las condiciones de vida de la comunidad negra en Chicago, su primer instinto había sido, en no poca medida, nutrirse de material para escribir un libro. Escribir un libro era para él “la culminación del pensamiento y la sutileza”, un oyente honrado y atento de lo que en un mitin o en una intervención en el Senado es mayoritariamente cálculo.

Antes de llegar a la orilla de la política estatal, el arco que describía su existencia dibujaba una vida de escritor, acaso influenciado por Lincoln, afamado lector y escritor él mismo, pero sobre todo -por proximidad- con Roosevelt, del que Remnick recuerda que era capaz de leer dos o tres libros en una noche. En 1906, ya como presidente, fue capaz de leer quinientos libros o más. Y tuvo tiempo para escribir treinta y ocho antes de comenzar su carrera política. Los libros siguen ahí incluso para quien vea en Obama una encarnación de Kennedy. Era desde un depósito de libros colegiales que Harvey Oswald había disparado a aquel en Dallas.  

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