jueves, 18 de abril de 2013
por cada imagen que te llevas
El pasado de Estambul, las ruinas tangibles y mentales de un imperio, empleado como primera piedra turística de un formato social occidentalizado ha de tener en su convivencia con la mirada del visitante la misma duda que contiene, entero, a Egipto estos días. Incluso los más fervorosamente religiosos de entre sus ciudadanos han de ver como una fuente de ingresos y aceptación relativa, tanto como contaminante esté obligado a ser, tener diariamente a decenas de miles de turistas concentrados en torno a sus lugares sagrados. Y acaso el favor último de esa conquista sea, llegado el día, entender que el papel de la religión refugiada dentro de las mezquitas es tan anacrónico como pretender que la mirada de los turistas que campan por la zona acotada durante los rezos vea en ello algo más que un museo interactivo de la prehistoria humana. Quienes cruzan hoy el puente de Galata no son, como hace un siglo, los cargados porteadores de los que los estambulíes sentían vergüenza al saberles fotografiados por un occidental. Y quizá por eso mi discreción pretendida al fotografiar los rostros de aquellos con los que nos cruzamos -cámara a la altura del pecho y el dedo apretando un botón mientras mi mirada apunta en otra dirección- genera acaso tanto disimulo por su parte como comprensión de lo normal que encierre el hecho de ser parte viva del exotismo de algo muerto.
Esa mirada no tiene forma de no ser recíproca, pues tan evidente como sea apreciar el mayor grado de relajación y alegría que un turista tiene respecto al natural del lugar, no lo es menos que el contraste es inmediato al ser visual sin remedio: predominando los tonos grises, oscuros, graves o tristes en cualquier caso, en la vestimenta de los estambulíes mayores de cuarenta años -“la moral de humildad, el sentimiento de derrota y pérdida que ha ido cayendo lentamente sobre la ciudad en los últimos ciento cincuenta años, la pobreza y los restos del desplome que también está en la ropa de los estambulíes”-, el colorido con que las hordas de turistas pasean su soltura, que incluye la ridiculez de obligar a jóvenes italianas, españolas o alemanas a ponerse un pañuelo al entrar en una mezquita como si eso añadiera respeto textil a aquello de lo que les separa una galaxia, solo imaginar la costumbre de saberse invadidos por turistas le priva a uno de sorprenderse por lo que sería más lógico –el intento de fotografiar la alegría y la libertad plenas con que mi amiga S. lleva su ser francés por donde va.
“El que mi pasado y mi historia –escribe Pamuk- sean material “exótico” para los viajeros, ni me molesta ni me deprime. Con el mismo entusiasmo, yo encuentro exóticos sus miedos y sus sueños sobre mí. Además, ya fuera movidos por sus sueños, sus obsesiones, la determinación de ampliar sus estudios o por la curiosidad por conocer sus propios límites, ellos se pusieron en marcha y vinieron al lugar que llamo mi hogar, escribieron lo que vieron y mi mundo se filtró en sus escritos e imágenes”.
orden y simetría
“Si para un pintor lo importante no es el realismo de las
cosas sino su forma, para un novelista no lo es el orden de los acontecimientos
sino su estructura, y para un escritor de memorias no lo es la verdad del
pasado sino su simetría”
–escribió Pamuk cuando cumplía 30 años de novelista y unos 40 como pintor. Recorrer
Estambul por vez primera tiene más que ver con lo segundo que con lo primero. La
forma magnífica de su arquitectura, religiosa o no, el bullicio de sus bazares,
la separación entre lo público y lo privado que sugiere reservar a tantos
hombres para dios y a tantas mujeres para un único hombre sobre la tierra, te
llega con un asombro que solo tiene tiempo de ser formal, raramente de aspirar
a una comprensión realista, es decir profunda. Y quizá sea mejor así al ver cómo,
en una calle angosta, protegido por el bullicio comercial, un hombre de unos
cuarenta años, vestido de traje, y escoltado por un semicírculo de
adolescentes, saluda con un apretón de manos a los últimos que se incorporan a
la banda. A salvo de la verdad, queda la simetría –“los días de sol aparecía de repente un microbús en lo alto de la
empinada cuesta, y los actores, iluminadores y el equipo de rodaje que salían
de él rodaban una escena… en diez minutos”.
miércoles, 17 de abril de 2013
entre las novedades y los hundimientos
Cuenta
Pamuk que en su familia les tranquilizaba que la fe en dios de los pobres y los
desesperados fuera verles confiar en alguien que no fueran ellos, la clase
acomodada de Estambul en los cincuenta. También cómo “le inquietaba y le daba miedo la devoción hacia un ser ajeno a
nosotros. Un miedo que no era temor de dios, sino, como el de toda la burguesía
laica turca, temor a la ira de los que creen demasiado en dios”. Lo que cuenta de la distancia frente a la
mirada occidental sirve también para explicar la que la mitad “occidental” de
la ciudad pudiera sentir respecto de la otra que vive pendiente de los rezos
diarios –“a todos nosotros nos preocupa
lo que piensan de nosotros los extranjeros, los desconocidos. Si eso enturbia
nuestras relaciones con la realidad, si llega a ser más importante que la
propia realidad, es que se ha convertido en problemática.” O lo que
escribió sobre Ahmet Rasim -“la misma emoción que un botánico puede
sentir ante la diversidad y la riqueza de las plantas de un bosque, la sentía
él por la occidentalización, por las emigraciones, por los caprichos de la
historia y por la diversidad de la ciudad, capaz de crear cada día una novedad,
una rareza, un hundimiento o una estupidez”.
agujas de reloj distinto
Incluso
hecho de multitudes sentadas a comer en los restaurantes y bares que lo llenan,
bajo el puente de Galata late la mismo tránsito que lo recorre por arriba, como
si la mezcla de propios y visitantes hiciera a sus calles lo mismo que el cruce
de lo otomano y lo bizantino a su arquitectura. Inmerso en ese tiempo hecho de
tiempos, Pamuk cita una carta publicada en un periódico en 1929 –“las agujas de los dos grandes relojes que
hay ambos extremos del puente (de Karakoy), como las de todos los demás relojes
públicos de la ciudad, avanzan a su libre albedrio y se dedican a torturar a
muchos estambulíes haciéndoles creer que el vapor que todavía está amarrado al muelle
ha salido hace tiempo, o dándoles falsas esperanzas de que el que ha partido
hace rato aún sigue allí”. Es el mismo desfase que pondría en hora… el
reloj narrativo de Pamuk, llegado el día -“Los
muros de los viejos edificios de pisos y de las mansiones de madera derruidas
alcanzan, gracias a la falta de cuidados y de pintura, un color específico de
Estambul y despiertan en mí una amargura y una apetencia por la observación que
me agradan mucho… la pobreza de esa ciudad de la que tan lejos estamos y que
nos gustaría ocultar de la mirada de los extranjeros, de los occidentales.”
Pessoano
Pamuk
fabuló con un día en el que cuatro de sus personajes favoritos que habitaron
Estambul durante su niñez cruzaban sus destinos de forma que uno pasaba delante
del otro en el momento en que éste necesitaba hallar una frase, una imagen, un
olor encarnado en el paseante oportuno. Quizá porque, como expresó algo más
adelante, -“la comprensión del desplome,
del hundimiento irreversible de la civilización otomana, proporcionó a los
viajeros que pasaron por Estambul en siglos previos un punto de vista poético desde
el que podían hablar del pasado sin caer en la nostalgia insustancial, el
elogio vacuo de la Historia o los peligros del nacionalismo o el comunalismo
violentos, que sufrieron tantos de sus coetáneos.”- la idea necesaria debía,
mejor, venir de fuera. Tratadas las
piezas que venían a tu encuentro con las que huían, el Estambul de Pamuk es uno
entre el desgarro y la huida que se quedaba a vivir entre sus ruinas.
Así, saberse
musulmán estadístico en un estado musulmán ha de tener que ver en Turquía con
ese Bósforo mental que pudiera, simultáneamente, separar y unir la sensación de
reconocerse occidental pese a habitar un espacio que renunció a ello, escogió
ser otra cosa y luego dejó a sus ciudadanos la libertad relativa de ser ambas
cosas a la vez. Extracta Pamuk cómo, si en 1453 para occidente tuvo lugar “la caída de Constantinopla” y para los
orientales “la conquista de Estambul”, también
“a principios del siglo pasado, la mitad
de la población de Estambul no era musulmana y, de los no musulmanes, la gran
mayoría eran rumíes, los herederos de los bizantinos… en 1955, cuando el
gobierno fue incapaz de controlar a las masas que habían estado provocando bajo
cuerda, fueron saqueados los establecimientos de los rumíes y de otras minorías
de Estambul, se destruyeron iglesias y se mataron sacerdotes, recordando el
espectáculo de saqueos y crueldad durante la “Caída” que describen los
historiadores occidentales. Tratadas sus minorías por los gobiernos turco y
griego como “piezas de intercambio”, el número de rumíes que han abandonado
Estambul en los últimos cincuenta años es superior al de quienes lo hicieron en
los cincuenta años posteriores a 1453”.
perder y ganar a oscuras
El agua
que apenas cubre ya la Cisterna basílica tiene un papel antiguo en la suerte de
la medusa gorgona hacia la que llevan las pasarelas que permiten recorrerla, en
busca de su más preciado tesoro: los capiteles con forma de cabeza ubicados en
la base de sendas columnas. Violada por el rey del mar, Poseidón, Atenea
convirtió la cabeza de su antigua sacerdotisa en serpientes, cuya mirada
convertía en piedra al que la mirara. Es una metáfora sobre la privacidad que
ha hecho fortuna: siglos de fabulación sobre el harén que contenía el palacio
Topkapi, vedado a la mirada de cualquiera que no fuera el sultán y los eunucos
que trabajaban en él, han devenido en hordas de mujeres tapadas a las que
nadie, sino su marido o su padre, puede ver el pelo o, en su grado más extremo,
en mujeres completamente tapadas de negro salvo por una rendija a la altura de
los ojos, convertidas en su propio harén, esto es, en su propia prisión, eso
si, ambulante. Desde algún lugar del panteón bizantino, indemne a siete siglos
de dominación otomana, Poseidón sonríe.
martes, 16 de abril de 2013
atrás está lo que no debes
Si
quienes viven de anunciar un precio que luego admiten regatear hasta el cansancio
y la dilución del valor de lo negociado debieran apreciar la misma ambigüedad en
mercancías como la identidad nacional o religiosa, entonces ha de ser que Estambul
tiene dos poblaciones: una en la calle permanentemente, otra en algún silo,
oculta, esperando su oportunidad. Debió ser ésta la que en 2004 se levantó
públicamente en contra de Pamuk cuando afirmó lo que no podía ser regateado ni
calculado en otra moneda: el genocidio armenio perpetrado por Turquía en 1915. Es
aún más claro en su libro al citar cómo los saqueos, violaciones y ruina
general cometida contra las minorías no musulmanas en 1955 fueron, además de
alentadas por organizaciones apoyadas por el estado que autorizaron a saquear
con entera libertad, iniciadas por una maniobra destinada a arrebatar a Grecia
el control legítimo de Chipre tras la retirada del colonialismo británico ese
mismo año, al fingir un atentado terrorista contra la casa natal de Ataturk
(padre fundador de la república turca), llevado a cabo por un agente de los
servicios secretos turcos. “Algunos
estudiantes se quedaban paralizados como conejos ante los faros de un coche
cuando les hacían una pregunta simple cuya respuesta sabían y algunos –y eran
los que más admiraba- exponían con su mejor intención cualquier cosa que se
supieran aunque no fuera la respuesta a la pregunta”. Al narrar la suya,
Pamuk anexó la infancia de un país en ese retrato de seres cuya presencia en
clase parecía desconectada de la razón para la que se suponía que estaban en
ella. Como en otras latitudes, la cita sirve para ilustrar el modo en que la
política o la judicatura fabrican pizarras e ignorancia a medida.
iglesia de primero
Viajar
con S. supone que, al menos en un punto, el hambre por descubrir la ciudad en
la que te hallas nunca va a ser saciada del todo. La gula convertida en virtud
convive hoy con el recipiente que la denominara pecado: la misma semana en que
se lee que la iglesia alemana anuncia su disposición a vender templos sin uso,
que tanto da que se conviertan en restaurantes como en cines, o cómo el teatro
de la Abadía, en Madrid, permite recorrer las dependencias de lo que no hace
tanto fuera una iglesia, a escasos cien metros de la casa de S. en Haarlem uno
puede entrar en Jopen, la iglesia que alberga hoy una fábrica de cerveza cuyas
cubas pueden verse desde el bar que ocupa la nave central. De los dos harenes
posibles mientras recorremos el palacio Topkapi -uno lleno de mujeres hermosas
semidesnudas y otro de cocineros- casi compensa renunciar a la fantasía propia
mientras ella alimenta la suya.
Mehmedlandia
Una de
las mujeres que viviera en el harén y que, al ser derrocada la familia
imperial, se casara con un compañero de trabajo del abuelo de Pamuk, y que éste
recuerda “engulliendo, feliz, bollos de
mantequilla y tostadas con queso fundido”, vivió para acudir, camuflada
entre la multitud, una vez que el palacio Topkapi fue abierto al público en
1924, al mismo lugar en el que entrara décadas antes, cuando verla, y no
digamos tocarla, conllevaba la muerte. Nada como el turismo masivo para certificar
el paso de una idea a su fósil, y así, mientras la república turca certificaba como
objeto de museo el que fuera centro mismo del imperio, la vida misma en el
interior de las casas imitaba la importancia del gesto, sin llegar a entenderlo:
honrando no lo que se tuvo, sino lo que no. En salas de estar dispuestas “no tanto como lugares en los que los
habitantes de la casa pudieran pasar el tiempo cómodamente sino como pequeños
museos creados para la visita de unos imaginarios huéspedes que nadie sabía
cuándo vendrían, donde se ocultaba la devoción por Occidente”-. Y más
valiosamente explicado, -“teniendo en
cuenta que en su lugar no se pudo crear nada nuevo que fuera lo bastante fuerte
y poderoso, un mundo moderno occidental o local, dicho esfuerzo sirvió sobre
todo para olvidar el pasado; dio paso a que los palacetes ardieran y se
hundieran, a que la cultura se trivializara y se quedara coja y a que el
interior de las casas se dispusiera como un museo de una cultura que no se
había vivido”. Sumidos en las hordas que entran hoy en el palacio como en
un parque temático, la transformación del símbolo del poder en chuchería
turística tiene también su reflejo en el libro de Pamuk, que, sirviendo para
hablar de la reencarnación de la ciudad en sí misma, también lo hace de ese
destino que Estambul comparte con Roma o Egipto o con quien lo logra: el de la
venta del imperio como souvenir. Jugaban el escritor y su hermano a nombrar un
local y a recordar entonces su historial comercial -“el local frente al Instituto Femenino Aksam. Un juego. Uno decía eso.
Y el otro enumeraba los negocios en que se convirtieron sucesivamente: 1. La
pastelería de la madame rumí. “. Una floristería. 3. Una tienda de bolsos. 4.
Una relojería. 5. Durante una temporada, fue un despacho de quinielas. 6.
Galería de pintura y librería. 7. Farmacia.” Y a qué otro rostro recuerda
Mehmed VI el año antes de su coronación como último de los sultanes otomanos sino
al de un dependiente de farmacia o de
una tienda de relojes.
la religión azulejo
La dificultad
de significar algo ante la magnitud de la belleza que encierra Aya Sofía acaba
encontrándolo en lo que tan raramente debiera seguir allí. El mosaico de
imperios y religiones que se han turnado sus paredes, ya sea para mejor
sustentarlas desde fuera o para taparlas desde dentro, contempla hoy normal,
incluso simbólico, que la iconografía bizantina aún decore, tras cinco siglos y
medio, sus techos y no pocas de sus paredes. Porque perfectamente pudo no haber
sido así. Como un imperio sucedió a otro, un arte se superpuso a otro: el de la
interpretación sobre el que tan explícitamente honraba la fe que Mehmed sitió
al sitiar, y después conquistar, Constantinopla en 1453. Como en el Cristo
Pantocrátor de la imagen, el sustrato de la civilización y de la religión
católica fue borrado en el saqueo que siguió a la conquista otomana de la capital
de Bizancio, pero en algún momento del repintado cultural, las piezas
superiores del puzzle que se venía de arrebatar dejaron de verse como la prueba
de una realidad a la que combatir, y empezaron a contemplarse como la clase de
ilusión que el hombre deposita en el arte. El paso de la religión al museo –como
paradójicamente haría Ataturk en 1931 al instaurar la república turca- salvó al
arte bizantino de Aya Sofía aunque no a su arquitectura. Quienes se refugiaron
en vano dentro de la Iglesia de Santa Sofía una vez caídas las murallas de
Constantinopla, y quienes desde fuera pugnaban por entrar y pasar por las armas
a aquellos verían con estupor que, cinco siglos después, los refuerzos que
llegan para ambos son la misma multitud venida de todo el mundo para ignorar simultáneamente
al catolicismo y al islamismo, y adorar a quienes pusieron ahí al Pantocrátor y
los contrafuertes añadidos en 1577: artesanos y arquitectos.
lunes, 15 de abril de 2013
ema-nación
De los
dos olores que uno siente nada más entrar en la Mezquita de Suleyman, uno te
acompaña fuera, incluso sentado en los jardines que la rodean. Contradiciéndolo
todo –el verde que en los almendros es rosa incipiente, el atardecer plácido,
la rendición incondicional ante semejante grandeza, la paz que da el cansancio-
el tono del imán llega, vía altavoces, a oídos de un occidental, más como una
arenga militar que como el sermón religioso que es. Hecho de reproche o de una
ira aparente que no merecen las formas redondeadas y prodigiosas de su
arquitectura, inevitablemente contaminado de la sinrazón y el fanatismo que las
religiones ponen a pudrirse al sol, su olor es, como en una de nuestras
catedrales, el de un museo ajado, oscuro y polvoriento del que solo quedara su
megafonía. Y cuyas instrucciones tanto recuerdan las condiciones perpetuadas de
las que habla Pamuk al hacerlo de uno de los rasgos definitorios de la ciudad -“la amargura implantada por el dolor
provocado por la destrucción, la pérdida y la pobreza prepara a los estambulíes
para nuevas derrotas e insospechadas formas de pobreza.. ciega cualquier
creatividad con respecto a los valores y a las formas sociales y sirve de apoyo
a la moral de conformarse con poco, parecerse a los demás y ser modestos. La
amargura, que hace honor al espíritu de solidaridad necesario para vivir en
tiempos de carencia y pobreza, provoca que se interpreten al revés la vida y la
ciudad. Al mostrar la derrota y la pobreza no como resultados sino como
honrosas condiciones previas al nacimiento, resulta una actividad prestigiosa
pero también falaz. Así se viven como un honor y no como un fracaso la pobreza,
invencible, aceptada como destino y enquistada en la vida de Estambul como una
enfermedad incurable”.
de la topografía a la tipografía
“Coincidencias, lecturas y paseos” llevaron a Pamuk a reconocerse en lo que Montaigne o Thoreau vieron en la ciudad en la que él vive desde que nació. Cierto ensimismamiento que en sus modelos tuviera que ver con la definición de una conciencia individual a contracorriente adquirió en Pamuk rasgos anclados en una percepción simultáneamente íntima (al cabo el suyo es un libro de memorias más directamente confesionales de lo que lo son los Ensayos de Montaigne o Walden de Thoreau) y también pública, al actualizar el crecimiento personal con el retroceso o la parálisis de ese cuerpo exterior –la ciudad- que comprimiera y alentara la construcción del suyo. Unida la geografía y la anatomía, el urbanismo y la infidelidad paterna, los residuos de un imperio con la pérdida del patrimonio familiar, es tan posible recorrer sus calles viendo lo que su mirada apreciara y lamentara como actualizar su mirada con la propia, transcurrida una década de su publicación. Las páginas se reescriben al caminar la ciudad, la calle es rediseñada si vienes de leerla. Lo que Pamuk escribiera se acerca así a lo mejor que Montaigne y Thoreau descubrieron: que sentirse solo, aislado voluntaria o involuntariamente, sirve también para encontrarse múltiple.
Enrique Morente el turco
En un
restaurante bello y antiguo pintado sobre –dentro- de lo que fuera la casa de
un pintor impresionista turco, y en el que suena algo que podría ser Brahms si
escuchas a la izquierda, y desde el que surge, asombrosa, la Mezquita azul con
solo mirar a la derecha, una segunda melodía llega, acaso desde alguno de sus
minaretes: una letanía aflamencada que invita a la oración como podría hacerlo
al baile con solo suprimir sus primeras y últimas sílabas, tan obviamente
turcas como intercambiable sea su parte central. Y suena apropiado que empezar
la semana santa en Constantinopla contemple una saeta, aunque sea para
reivindicar cómo lo más hondo de la cultura del sur de nuestro país contiene la
raíz islámica que, expulsada hace cinco siglos largos, se quedó a vivir entre
nosotros con el poder intacto de esa religión laica: el folclore. La copia
local surge cuando, días después, preguntemos por el significado de unos
dibujos en los que aparece un profeta de cuya cabeza brotan llamas, y del que
el vendedor, balbuceante en vano, con gusto nos despacharía la única respuesta
que ha de venirle a la cabeza: al imprimirlo es religión; al comprarlo, solo
turismo.
Madrid-Pamuk-Estambul
En 2003 Orhan Pamuk publicó Estambul, un libro de memorias que también podía haber llamado Los museos concéntricos. Recorrido que en su infancia lindaba con los restos envejecidos del imperio otomano, y cuyo crecimiento sucedió dentro de un cuerpo social y urbanístico paralizado o derruido, las vitrinas sentimentales de la niñez de Pamuk se abren, como ventanas, a otras cubiertas de un moho renovado de amargura y melancolía nacionales -“en cuanto crezca un poco, todo estambulí comienza a sentir que en cuanto su destino se una al de la ciudad le espera esa amargura disfrazada de aceptación, sentimentalismo y, como mucho, de pequeña felicidad a la que llamamos vida”- en las que los huesos y la piel de la sociedad en que le tocó crecer parecieran no formar la misma idea, la misma forma -“a pesar de la occidentalización que sugieren los carteles de las calles y los nombres de tiendas, revistas o empresas, la mayoría tomados del inglés o del francés, la ciudad no vive como habla. Tampoco vive como sugieren la multiplicidad de mezquitas y alminares, las llamadas a la oración y la historia. Todo se ha quedado a la mitad, todo es insuficiente e imperfecto”.
Escrito para dar forma a un espejo concreto –personal, geográfico, histórico- en el que una conciencia a contracorriente coincidía, batallaba, con una más amplia y no menos peleada con sí misma en la Turquía de la segunda mitad del siglo pasado, ha acabado, leído hoy en España, por hablar del cambio social que sobreviene en nuestras calles, en el interior de apellidos, calles y rasgos grupales que, lentamente, delante de nuestros ojos, cambian a peor mientras leemos, mientras caminamos, mientras admiramos un monumento o entramos a cenar a un restaurante. Ya sea en apreciaciones más generales -“súbitamente comprendo que las mismas multitudes que tan misteriosas me parecen cada vez que las veo, llevan siglos errando sin rumbo por las aceras”- o en otras solo en apariencia intransferiblemente más locales –“el pasado inferencial, que a mí tanto me gusta y que en turco usamos para contar sueños, leyendas y cosas que no hemos vivido directamente, es más apropiado para narrar nuestras vivencias en la cuna, en el cochecito, o la primera vez que anduvimos… Al igual que esos “recuerdos” de la primera infancia de los que nos hemos apropiado escuchándoselos a los demás hasta que por fin empezamos a pensar que realmente somos nosotros mismos quienes los recordamos obstinándonos en contárselos como tales a cualquiera, lo que opina el resto de la gente sobre todo tipo de cosas que hemos vivido acaba convirtiéndose no solo en lo que pensamos al respecto, sino en un recuerdo más importante que la propia experiencia vivida.”- que parecen escritas para definir los espejismos de prosperidad puestos entre nosotros como un Aya Sofía en cada esquina.
Como un
resumen de la doblez, de la convivencia de varias ciudades, cada una de ellas
en un tiempo distinto, dentro de la misma Estambul, cuenta Pamuk al final de su
libro cómo su madre, después de seguir muchas pistas, había encontrado el piso
en el que su marido se encontraba con su amante. Y cómo, tras lograr una llave,
al entrar en el piso vacío, “sobre la
almohada de la cama había un pijama exactamente igual al que mi padre usaba en
casa y en la mesilla de noche había una pila de libros de bridge, uno encima de
otros, como los que mi padre leía por aquel entonces en casa”.
nada nuevo bajo el sol nuevo
El sol
que no se creen en Haarlem (Holanda) el día que llego es menos asombroso que
ver bajo él la playa hermosa e interminable de Zandvoort al final de uno de
cada siete días en la vida de S. El frío y la superpoblación de ciervos de la
reserva natural con que linda logran que, algunas noches de invierno, paseando
bajo la nieve, sea más probable cruzarse con un holandés herbívoro. Dentro del
bar espléndido desde el que vemos atardecer, uno no entiende por qué he venido
a Holanda a irme.
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