viernes, 22 de julio de 2011

Autobuses anchos de Alabama


A veces el tiempo se detiene mientras su envoltorio sigue desplazándose. En 1955, si un hombre negro iba a los lavabos en Montgomery, capital de Alabama, se encontraba con dos pilas –una para los de su raza, otra para los que habían mandado construirlos. Uno entra hoy al museo Rosa Parks, en esa misma ciudad, y acaso puede presenciar cómo, de las treinta personas que esperan para entrar en la sala donde comienza el recorrido, casualidad o no, son quince las personas negras que entran, y quince las personas blancas que esperan al siguiente turno. Dentro hay una replica de un autobús público similar a los que en la mañana del 1 de diciembre de 1955, vio a Rosa Parks subirse y negarse a ceder su asiento a un hombre blanco que se lo ordenó. La recreación de las conversaciones en el interior del autobús es la de algo inconcebible, en la que ambas naturalidades –la de Parks negándose, la del pasajero blanco exigiéndolo- son las de un siglo peleándole a otro un trayecto mejor. La mayoría de quienes visitan el museo el día que uno va son negros -ancianos, padres, hijos. Entran juntos a ver las imágenes grabadas hace cincuenta años, y quien entra apoyado en un bastón acaso lo hace para reconocerse, para imaginarse en las fotografías, para leer aquellos días como una ficción estúpida, arrogante, que no merecería un museo pequeño sino un edificio inmenso que acogiera un tribunal en actividad permanente. Duele asistir a las imágenes grabadas, duele imaginar a otros negros bajándose del autobús en 1955 por temor a la policía, pasando al lado de Rosa Parks, mirándola con una mirada ausente, no tan distinta de la que cualquier hombre blanco pusiera sobre ella desde el día que nació.

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