domingo, 24 de julio de 2011

De viaje con Neddy Merrill


Si faltaran los relojes, en buena parte de los estados del sureste norteamericano podrían emplear la lluvia de las 12 del mediodía como eje fiable. Y uno se pregunta si la proliferación de iglesias (19 solo en el tramo de 18 millas que va de la carretera 17 a Edisto beach, en South Carolina), se base no en las lecciones del diluvio, sino en su puntual promesa. Como si llover fuera un trabajo, algo sometido a despertador, la lluvia se traga durante interminables minutos asegurados todo lo que te rodea –coches, casas, árboles. Las calles son entonces ríos, y se entiende que éstos, de no cesar la lluvia, acaben siendo calles, que la orografía –como si los miles de segadores de césped también allanaran la tierra hasta dejarla lisa como una alfombra- embalsa casi instantáneamente. John Cheever escribió El nadador en 1964, la historia, atravesada de irrealidad o delirio, de un hombre que decide atravesar el condado a través de las piscinas de sus muchos amigos. Uno no sabe si lo que adelanta en mitad de la tormenta, nadando las calles de Baton Rouge como todos, es un coche o un hombre.

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