domingo, 30 de diciembre de 2012
bodas para aliens
sábado, 24 de noviembre de 2012
donde acaba algo y empieza otra cosa
Como la distancia y la brevedad del viaje no ayuda a
entender del todo los perfiles exactos de según quién en la política argentina,
ayuda que ciertos actos sirvan de infalible resumen. Poco antes de subirme al
avión, se lee en El País que el alcalde de Buenos Aires –mauricio macri- viene
de hacer público el nombre y la ubicación de una mujer violada que se dispone a
sufrir un aborto. No contento con vetar la ley que desde 1920 autoriza la
interrupción voluntaria del embarazo en caso de peligro para la vida o la salud
de la madre, y más descontento aún –cabe pensar- con que desde marzo de este
año las embarazadas producto de una violación que además sean discapacitadas
mentales o menores de edad, ya no deban recurrir a la justicia para pedir
permiso, el regente logra que en la habitación donde se halla ingresada la
paciente irrumpan el capellán del hospital, acompañado de miembros de una
organización católica generosamente disponible. Es decir, los que no se hallan
fuera, manifestándose delante de la casa de los padres de la joven –que
ignoraban que aquella estuviera embarazada- o delante de la casa del director
del hospital. Cita Alejandro Rebossio que la ley de 1920 tolera el aborto en
caso de violación a mujeres “idiotas o dementes”, y que al menos en este último
punto sí acepta macri el dictamen. Excluida, pues, de la ecuación la demencia,
nos queda la idiotez como causa punibles. Como recientemente presumiera un senador
republicano en Indiana –“si se produce un
embarazo en una violación es porque dios lo quiere”- o como recoge la nueva
ley del aborto aprobada en nuestro país, que entre otras novedades sostiene que
un hijo indeseado no daña a una mujer o que la malformación no es causa
objetiva de aborto, la estupidez, como tan obviamente la demencia, producen seres
que una ley adecuada evitaría por el bien de todos.
viernes, 23 de noviembre de 2012
hechos de omisión, cuerpo y violín
Timbre 4 es el único sitio de Buenos Aires al que, sin
conocerlo, se qué quiero ir si me preguntan. Su sonido llegó a Madrid hace
cuatro años, la llamada a exponerse al teatro furioso y hondo de Claudio
Tolcachir, resonante desde el teatro Español en su trilogía –La omisión de la
familia Coleman, Tercer cuerpo y esta El viento en un violín, que finalmente
vuelvo a ver, esta vez donde fue concebida. Los muebles y las caras son las mismas
que llevan años girando por todo el mundo. Tú eres normal –grita la madre al hijo
que es cualquier cosa menos eso. Ni en esta ni en ninguna de las otras dos
obras hay alguien normal, si exceptuamos el médico de La omisión, y tanta
patología exhala un aire paradójico de proximidad, de vulnerabilidad marciana a
la que nadie, bien pensado, es ajeno. Hechos de un imposible intento, son parte
de la más insospechada de las influencias –el naturalismo.
vivir entre dos amores
Uno no logra encontrar la casa hermosa que estuviera a
punto de comprar en el barrio de San Telmo hace cuatro años, y quizá sea mejor,
no sea que quien viva en ella se me parezca. Uno compró su casa en Madrid en
los días en que esa decisión había de ser tomada a toda prisa, nada más verla,
so pena de que alguien viniera a quedársela tras de ti. Asi que, si algo,
cierto valor había de tener decidir comprar una casa tras llevar cuatro años
viniendo a Buenos Aires. Antes de que bancos, gobiernos y promotoras –valga la
redundancia- decidieran que una casa era un jersey, esa casa era donde ibas a ser
para toda tu vida. Un escultor habitaba aquella de San Telmo, tenía un patio dentro,
no mucho más recuerdo. Me pregunto si quien viva en ella sueña alguna vez con
vivir en Madrid.
jueves, 22 de noviembre de 2012
más o menos madera
Subirse a uno de los trenes de la línea General Roca que
une, entre otros, el barrio de Bernal con Buenos Aires es viajar en el tiempo
con no menos inquietud de cómo se viaja en el espacio. Pues nadie cierra las
puertas que luego permanecerán abiertas durante el viaje, no pocos viajeros
llegan y salen de la estación prácticamente en los peldaños, y no porque el
tren vaya lleno. Algunos saltan en marcha, sin esperar a que el tren pare.
Dentro vocean unos y otros, según la mercancía que se haya subido a vender. Inaugurada
en 1865, la estación de Constitución a la que se llega es, con 16 andenes, la más
grande de Sudamérica. Su toponimia, incluso siglo y medio más tarde, es su más
afinado sustantivo: erigido por la orden religiosa de los padres Betlemitas, antes
de llamarse mercado Constitución, antes de ser el mercado del Alto, el lugar en
que se construiría la estación fue llamado originalmente La convalecencia.
miércoles, 21 de noviembre de 2012
aprecio de la gran vía
Subir la calle Corrientes es amar dos calles a la vez: el
tipo de gran avenida que pisas en Buenos Aires y la que rehúyes en Madrid. Llena
de librerías –aunque muchas sean de saldo- y de teatros –donde, junto a no poco
saldo, hay una decena de teatros, cines y centros culturales espléndidos-,
Corrientes es la Gran Vía que uno querría en Madrid, en lugar de ese gran mall
al aire libre en que se ha convertido, hecho de teatros para la mediocridad,
tiendas de ropa intercambiables y restaurantes lamentables. En ambos casos, son
calles hechas en buena medida para el turismo. Y sin embargo, aquí –allí- uno
se siente un turista más digno, menos idiota de lo que inhalo al caminar por la
Gran Vía. Es, eso sí, difícil competir con ella en belleza arquitectónica y
Corrientes no lo hace. Quizá por ello no deja de ser una calle argentina en
todo momento. Qué sea la Gran Vía es cosa por saber.
anúnciese aquí
La publicidad que trepa a los edificios a veces se baja
para recalar en lugares paradójicamente menos visibles, desde los que aspirar,
sin embargo, a mayores logros. Empresas armamentísticas, petroleras, emporios
del juego, el lavado de dinero y la prostitución legalizada obtienen más réditos
financiando al partido republicano en Estados Unidos del que pueda darles un
anuncio en medio alguno. Es mera casualidad que cuando la falta de fe en ese método
produce inversiones publicitarias en televisión, cadenas como la fox de murdoch
se comporten con el mismo impulso reaccionario y criminal con que lo hace el
partido al que defiende. A escala más pequeña, las marcas perpetran errores más
pequeños, y quizá por ello han de repetirlos más, y así es frecuente leer en El
País referencias a “la prensa afín” que jalea cada acto del gobierno argentino
actual. Pero ninguna mención a cómo asomarse a clarín –el diario más vendido
allí- recuerda mucho al pasmo que sobreviene a hojear aquí abc o la razón. Es
duro apoyar a un gobierno sin que tu reputación periodística se tambalee, y un
remedio siempre a mano es haberla perdido antes de que alguien pueda echarla en
falta –véase la mayor parte de la prensa nacional en nuestro país. Como en casi
todas las áreas de la vida, se entendería todo mejor si cada persona que cree
pagar por un periódico supiese en todo momento quién lo paga en realidad.
O nunca
Como si la convicción metereológica estuviera ligada a la
contundencia con que se debate aquí, los días de calor intenso se interrumpen
un breve lapso… que sirve para inundar la ciudad y no pocas de alrededor. Tras
dejar atrás la Casa de gobierno, los soportales de Leandro Alem son el único
paraguas del día que sí protege. Siguiéndolos, una vez transformada en Av.
Colón, asoma La facultad de Ingeniería, que aúna la precisión propia del tema y
sus columnas imponentemente griegas, con el más insospechado temario que representa
el mármol de las paredes de cada uno de los pisos. Originalmente empezado a
construir en 1951 para albergar la Fundación Eva Perón, durante los seis años
que la albergó vio pasar por su hall familias pobres de todo el país que
llegaban para solicitar alimentos, libros, juguetes, ayuda para poder estudiar
en la ciudad. Siendo muchos de ellos analfabetos, se escogió un color diferente
para cada una de las plantas del edificio, de forma que pudieran reconocer el área
al que se les enviaba. Entre la necesidad original de servir para ser entendidos
por todos y la posterior de educar en la complejidad, los cinco ingenieros que
luego serían Les Luthiers se conocerían entre estas paredes para honrar ambos
propósitos.
domingo, 11 de noviembre de 2012
Salir a dejarse cosas
Tiene un cuento Haroldo Conti –Marcado- en el que un
hombre sale con su barco a robar piezas de otros barcos, que poder vender. Como
alguna vez el barco que desguaza en vida está ocupado, el protagonista -el
Polo- se lleva el plomo que vino a robar y el que no. La primera vez que
salimos en el Fauno II, tras girar en el ramal del río, a la altura de la
Escuela naval abandonada, surgen dos gigantes arrumbados, apoyado uno sobre el
otro, convertidos en óxido, esperando que los peces se coman lo que es
dudosamente rentable desguazar. Pasan seis días hasta que salimos de nuevo, esta
vez al Río de la Plata, a contemplar una regata. Es entonces, sometido al
oleaje real, cuando uno se descubre en el protagonista de otro cuento sobre
barcos, también de Conti –Todos los veranos-, en ese personaje que dice “un hombre como yo sin un barco como yo no
está completo”. Traducción: cuando más completamente tranquila la navegación,
más completo vuelvo a tierra yo.
monolitismos
Tan frecuente como sea en política hablar para un público
mientras se mira a otro (al que realmente se dirige el mensaje), la crítica a
unas políticas no pocas veces tiene que ver con ver con cómo les va a quienes
también las aplican en otras latitudes. A partir de eso podría pensarse que la
manifestación del pasado día 8 en Buenos Aires, convocada contra el gobierno de
Cristina Fernández, es contra… Venezuela, que al cabo comparte con Argentina
una de las inflaciones más altas del mundo, una tasa de cambio en permanente
descenso, la capacidad dudosa de su Banco Central de mantener reservas, una
economía sobreprotegida y el mordisco de una inflación sin límite aparente. La
paradoja está en que, incluso con semejantes méritos propios para merecer la
protesta, el gobierno actual argentino podría haber esquivado la comparación
sin mayores problemas –al cabo, parece endémica- si no alentara el único símil
con Chávez del que este es inocente: la reelección legítima. De cuantas
demandas cacerolee la gente en la calle, ninguna es más real que la
inconstitucionalidad de un hipotético tercer mandato al que Fernández
aspiraría. El resto se dividen entre las obvias -inseguridad y una inflación abrumadora
negada sistemáticamente por el gobierno año tras año- y las sospechosas –lo que
Clarín devuelve en visión ampliamente deformada del país a raíz de la Ley de
medios que fuerza a un dinosaurio a convertirse en un ciervo. Yo me
movilizo en defensa de nuestras libertades y derechos consagrados en nuestra Constitución
Nacional –reza la
papeleta pisoteada por doquier a lo largo de la avenida 9 de julio. Patrocinada,
como las camisetas, por partidos de derecha o directamente reaccionarios, la
protesta tendría más sentido si la sospecha sobre el pronombre demostrativo –nuestras- no fuera tan automática, tan
escasamente demostrativo.
del teatro manco
Hay un reverso oscuro en los méritos que llevan a algunos
nombres del teatro a merecer un edificio al que nombrar desde ese instante, y es
que, una vez muertos, no pueden defenderse de la programación puesta a sus pies.
Incluso si por cada Adolfo Marsillach, Lope de Vega o no pocas veces el Fernán
Gómez, hay un María Guerrero o un Valle Inclán, uno está indefenso ante los
méritos de los teatros de otros países. Sin salir de Buenos Aires, el Margarita
Xirgú alberga una programación que mejor merecería una charcutería, y a esa
lista de traiciones ha venido a sumarse, insospechadamente, el Cervantes, que
representa estos días el sainete Jettatore, de Gregorio de Laferrére, que
tratando de la mala suerte adjudicada a un supuesto gafe, versa en realidad de
la mala suerte de quienes pagan la entrada para ir a verla. Actualizada para no
parecer un texto de 1904, sino… mucho más acartonado, la versión de Agustín
Alezzo resulta una comedia contada con tics de mala zarzuela, que, por si las
dudas, viene con instrucciones precisas de cuándo reír, y así, don Lucas/Mario
Alarcón –el gafe- pasa continuamente de dirigirse al resto de actores a hacerlo
al público. El resultado es un monologuista con la gracia de un enterrador.
Como si hecho para no desperdiciar semejante alarde
contra ti mismo, Javier Daulte (que, como Veronese y Tolcachir, tiene tres
obras en cartel) perpetra estos días en el San Martín un Macbeth que
Shakespeare querría obra… de Edward de Vere. Resumen de lo que veo antes de
huir, como casi todos en mi misma fila: las brujas, que en un primer momento
parecerían diseñadas para ser clones de lady gaga, resultan solo… prostitutas a
las que Macbeth paga para que hablen y que parecen violar a Banquo mientras le
cuentan su cuota de profecía. Sin especial grandeza languidece todo hasta que, poco
antes de que el cadáver de Duncan sea hallado con el grito clásicamente helador
de Macduff, sobreviene el hallazgo nunca asomado: Macbeth puede ser también una
comedia. Basta con introducir un monólogo en el que el soldado encargado de
abrir la puerta del castillo a quienes vienen a desvelar el crimen se pregunte
en alto por el rol de los personajes pequeños en el teatro, por cómo les irá al
resto si él decide no abrir la puerta y paralizar la acción. Me van a matar
porque rompí la cuarta pared –dice en plena y larguísima bufonada. El resultado
es que la gente sigue riendo cuando la muerte del rey se revela. Logrado el
culebrón, cuando Macbeth vuelve a escena para declamar su negrura contra sí
mismo, es difícil no verle como un cómico sin gracia. Cuántos desdichados saldrán,
como uno, de la primera para caer en la segunda.
sábado, 10 de noviembre de 2012
de dónde venimos
Solo días después de que menem amenace con recordar hacia
dónde vamos si nadie se lo impide, el Museo de Ciencias Naturales de La Plata
reluce como un fósil que contuviera otros, segregados acaso por sus paredes,
sus escaleras, sus vitrinas, sus paredes, sus bustos, sus cartulinas ajadas
donde escrito el nombre de cada criatura disecada, de cada hueso teñido de
vejez. Es un artefacto tan propio del país como ajeno a los habitantes de
Buenos Aires, plenos de agitación, de una tensión constante a medio camino de
la vitalidad y el descarrile. Hechos de un civismo descascarillado que tanto
recuerda al italiano y al español, que siembra de desperdicios calles y
carreteras mientras sus conductores se manejan como si aspiraran a convertirse
en uno más, que aúna la alegría y la desconfianza, el orgullo y la generosidad,
son nosotros sin que necesariamente tengamos que vernos reflejados. También ese
espejo ha de poder ser mirado desde detrás.
banco y de pruebas
Diseñada como una provocación para una población
caracterizada por lo barroco, la catedral neogótica de La Plata está vacía el
día que la visitamos, y no es raro pensar que a la jerarquía nacional ha de
resultarle difícil renunciar a llenar sus paredes semivacías con retratos de
los santos patrios, sacados del Peronismo o del fútbol. Sus bancos, casi
nuevos, como si nadie se hubiera sentado en ellos, sugieren esa verdad no
exclusiva de estas paredes: el futuro de estos pasillos no habla de fieles sino
de espectadores.
brotes traídos en la maleta
Traídos por mi amigo Leandro y perdidos después en algún
lugar de su taller, los huesos de durazno comidos en España han resultado,
injertados en suelo argentino, un hermoso árbol lleno de frutos que a estas
alturas del año lucen aún verdes y duros, tan apetecibles como incomibles. Los
símiles viajan en las maletas también y los brotes verdes de la economía
española dejan ver aquí huellas parecidas –una pasmosa burbuja –esta
inflacionaria- que se hincha a la luz del día desde años, una economía subsidiada
que alimenta el déficit por venir, una prima de riesgo disparada que dificulta
la financiación del país, o un cultivado cainismo político a la altura del
nuestro. Pero también es el reencuentro con la piel suave y agreste de una
ciudad –Buenos Aires- que uno ama desde que pone un pie en ella, y que acaso
cuenta como pocas cosas el destino al que se ve aferrada la influencia latina
–o su derivada transatlántica: cómo la costumbre de indisciplina, improvisación
y dejadez que perjudica nuestras economías es justo el que pudiera hacer las
calles tan henchidas de vida, tan paseables. De negro uno, de blanco la otra, también
a asistir a esa boda ha venido uno.
jueves, 25 de octubre de 2012
el gatopardo, 1. la casa de los salina es la de los solness
Entrelazada como las partes del destino de los Salina,
donde las manos hercúleas del Príncipe manejan el telescopio con que otear el
firmamento justo después de que sus pies hayan recorrido las baldosas ilustradas
con mitologías, convencido de que los frescos de su casa son “más proféticos que lisonjeros”, la
genealogía del Gatopardo Fabrizio de Salina, creado por Giuseppe Tomasi di
Lampedusa entre 1954 y 1957, en cuya sangre “fermentaban esencias germánicas: un temperamento autoritario, cierta
rigidez moral, una propensión a las ideas abstractas que en el hábitat abúlico
de la sociedad palermitana se habían transformado en prepotencia veleidosa, en
toda clase de escrúpulos de conciencia y en un desprecio hacia sus parientes y
amigos que según él iban a la deriva por el lento río del pragmatismo siciliano”,
bien podría rastrearse en la del constructor Halvard Solness, levantado por
Henrik Ibsen en 1891. También acaso en la del propio Ibsen, quien viviera entre
Roma y diversas ciudades de Alemania durante 27 años.
Si Fabrizio sería el hijo sobrevivido al incendio de los
Solness, heredó hasta la última de sus cenizas: desde las formas del amor al
que no pueden renunciar –el que por su mujer de décadas, el que por la sangre joven-;
a un modo de estar en el mundo hecho de un vigor inusual y una desubicación proporcional;
también la pertenencia –acaso su luz más rutilante- a la aristocracia del bienestar
y el prestigio social; la sensación de que el mundo –un mundo- desaparece con
ellos; un anhelo de belleza cuya sombra es el conocimiento íntimo, y callado,
de habitar algo que se parece a la desaparición lenta, inexorable. Lo que
Lampedusa escribiera del jardín de la casa familiar de los Salina –“era un jardín para ciegos: allí la vista
no encontraba más que ofensas; el olfato, en cambio, un manantial de placeres,
si no delicados al menos muy intensos”- habla de lo que, no queriendo mirar,
se les cuela en el alma por los demás sentidos: el fin de una era, el
advenimiento de un sucesor que no querrían (aunque, como en el caso de
Tancredi, Fabrizio lo adore), un malestar que solo puede ser el de un jardinero
que envejece más deprisa que su jardín.
Es sencillo porque sus tallos más amados, o al menos más
tangibles -Hilda Wangel y Angélica Sedára, respectivamente- son pura savia por
cosechar. El rumor del deseo adulto, una letanía tan clara como, en el rezo con
que se abre la novela, en “los misterios
del dolor… el amor, virginidad y
muerte resaltaban como flores de oro”. Su aroma, el de “la inserción en una necesidad general, capaz de superar y justificar
aquel extremo sufrimiento. Porque morir por alguien o por algo no tiene nada de
extraño; pero hay que saber, o estar seguro al menos de que alguien sabe, por
quién o por qué se ha muerto”. Solness muere por Hilda, y lo hace cayendo
desde lo más alto de su fama. Si Fabrizio no lo logra es porque Lampedusa necesitaba
de él que resistiera a algo que puede matar a un hombre pero no a una idea. Por
eso las ensoñaciones de un plano de la realidad –la cosmología- libre de lo que
constituye la base misma de sus privilegios en la tierra –las clases, la
fortuna, el poder, el conocimiento, la educación, la fortaleza- sirven a Fabrizio
para salvar, aunque sea a costa de saberlo inalcanzable, la grandeza que tan
escasa felicidad es capaz de proporcionarle en vida.
Si Solness habría firmado la profecía de Tancredi –“si queremos que todo siga igual, es
necesario que todo cambie”-, los fuegos en las montañas, “atizados por hombres bastante parecidos a
los que vivían en los conventos: fanáticos como ellos, cerrados como ellos,
como ellos ávidos de poder” que Fabrizio contempla de camino a Palermo, contienen
similares llamas a las que atormentaran al constructor envejecido, sesenta años
atrás: por qué ceder mi puesto a otros si serán como yo, si querrán lo que yo. La
vaga seducción de Kaia –amada por quien aspira a sucederle- es parte de ese
patrimonio común. Al igual que la ampliación de la frase primera –“sucederían muchas cosas, pero todo sería
una comedia, una ruidosa, romántica comedia con una que otra mancha de sangre
en los ridículos disfraces”- explica tanto la lucha de clases o el
advenimiento de propietarios nuevos, como
la lucha de ambos por aferrarse a la belleza de la juventud ajena.
Atrapado en un magma de impulsos y deterioro concretos,
la resistencia inútil de los Salina, como la impotencia ante el paisaje -“la verdadera imagen de Sicilia,
comparados con la cual las
ciudades barrocas y los naranjos no son más que detalles despreciables. La
imagen de una aridez cuyas ondas
se perdían en el infinito, encabalgadas unas sobre otras, desamparadas e
irracionales, con perfiles que la mente era incapaz de atrapar, concebidas en
una etapa delirante de la creación”-, tiene que ver con la resistencia a lo
abstracto -“El verdadero, el único
problema consiste en descubrir el modo de seguir viviendo esta vida del
espíritu en sus momentos más abstractos, los que más se parecen a la muerte” tanto
como con el recuento como problema -“El
luminoso imperio de la Casa de los Salina, pleno de ingenuas obras maestras del
arte rústico del siglo anterior, inútiles para deslindar confines, determinar
superficies, valorar beneficios”.
Ni siquiera cuando, al agonizar, el cálculo implica
recopilar lo que su vida fuese, el patrimonio de un príncipe suena superior al
de Ciccio Tumeo, el misérrimo cazador recluido junto a las escopetas como precio
por conocer un secreto –“dos semanas
previas a su casamiento, las seis siguientes, media hora cuando nació Paolo;
ciertas conversaciones con Giovanni antes de que este se marchase; muchas horas
en el observatorio entregadas a la abstracción de los cálculos y a la
persecución de lo inalcanzable… Tancredi; los perros; algunos caballos; las
primeras horas de sus regreso a Donnafugata, el sentido de la tradición y lo
perenne expresado en la piedra y en el agua; los alegres escopetazos, la
afectuosa matanza de conejos y perdices…”. Tras unas reliquias vendrán
otras: a su muerte, sus hijas amasarán una colección de baratijas compradas a
precio de reliquias auténticas, hasta que un experto venga a soplar el castillo
de naipes sacros.
el gatopardo, 2. dentro del sueño del hombre oveja
Es una ironía que el propio Príncipe habría apreciado el
que, siendo él un observador certero y afamado del inapreciable movimiento
estelar, baste alguien como don Calogero Sedára para reconocer en él a un
hombre-oveja, uno de los que “existían
únicamente para entregar la lana de sus propiedades a sus tijeras de esquilar,
y para que el nombre, iluminado por un prestigio cuyo origen no conseguía
descubrir, pasase a manos de su hija”. Uno al que basta cierto contacto
familiar con Fabrizio para volver a encontrar “esa blandura y esa incapacidad de
defenderse que formaban parte de la imagen preconcebida de aquel noble-oveja”. Es
de admirar, dado que, incluso cuando es el propio Príncipe el que expone a
aquel sus problemas, “estos eran
múltiples, complejos y ni siquiera él los conocía a fondo, no porque le faltase
penetración, sino por una especie de indiferencia”. Si El Príncipe de
Salina nació de la memoria de su bisabuelo, Lampedusa tuvo años para apreciar
nítidamente el ascenso social de la burguesía en su camino hacia el estrato que
su familia había ocupado durante generaciones. Y quizá por ello, no quiso
ahorrar al nuevo rico Sedára la fatalidad que venía con el nuevo cargo –“pero también se inició, para él y los
suyos, ese proceso de constante refinamiento social que al cabo de tres
generaciones acaba transformando a unos labriegos brutos pero eficientes en
unos caballeros indefensos”.
En cierto sentido, toda la novela es el encuentro de tres
miradas –la que Lampedusa proyecta, como en un espejo, en el Fabrizio cuya
historia y pesos llevara dentro y cuya fuerza hubiera querido fuera; la que ambas
clases sociales se dirigen mutuamente –la de Calogero sobre el Príncipe, la de éste
sobre aquel- y la de Fabrizio sobre Tancredi, la del Tiazo sobre su sobrino,
por el que se cambiaría. Y acaso sea ésta la que más marca la melancolía del
último de los Salina. Para empezar porque, con dos hijos varones, ni siquiera
es el último. Y sin embargo lo siente. “Hemos
sido los gatopardos, los leones, quienes
ocupen nuestro lugar serán las hienas, y todos seguiremos creyéndonos la sal de
la tierra”. Incluso cuando,
rechazando ser senador, admite no poder ser parte del futuro al serlo del
pasado, lo que está confesando es que no puede ser Tancredi –a quien podría
pedírsele que fuera, al mismo tiempo, ambas cosas y lo sería- dado que ya lo es
aquel. Su gravedad, la impronta de la derrota que siente tanto como no puede
permitirse asomar nace de sentir que su sobrino es lo que él es, y sin embargo
él no podrá ser ya Tancredi. Luchino Visconti lo entendió bien al terminar su
película justo tras el vals que el Príncipe baila con Angélica.
La adaptación a cine de 1963 ahorraría al Príncipe de
Salina/Lancaster la agonía que Lampedusa le reservara, y a su hija Concetta/Morlacchi,
una visión más clara, siquiera al final, cuando ya poco importa, de lo que
Tancredi/Delon sintiera por ella. Para compensar, cargó en Angelica/Cardinale el
futuro de “viperina Egeria de
Montecitorio” que la novela profetiza y que en la película es vulgaridad
pasmosa durante una cena, hasta el punto –inconcebible en la novela, aunque
menos que el augurio de que su amor por Tancredi “fracasara en lo erótico”- de irritar al Príncipe. En ella, como en
el libro, Fabrizio no tiene amigos, o iguales –que acaso sea eso de lo que se
trata. Y no tendría porqué importarle pues acaso sea lo que se espera de un
aristócrata, como se esperara de su padre y de su abuelo, y así. Pero está Tancredi,
que parece tenerlos por todas partes, de todas las clases sociales, allí donde
puede obtener algo -“Volteretas y
cabriolas ejecutadas alrededor de este catafalco lleno de adornos”. Por
cada derrota que engrandece a Fabrizio, para sí o para los demás, hay una victoria
más liviana de Tancredi, que parece lograr sin esfuerzo, como si se alimentara
de lo que su reflejo va dejando de poseer.
Sea porque la frivolidad es algo que un Príncipe de
Salina no puede permitirse, sea porque sabe que justo esa frivolidad es lo
único que podría salvarle de la inmovilidad que le atenaza, por cada Tancredi que
se permite hablar de “Bellini y de Verdi
como sempiternas pomadas curativas para las llagas nacionales”, hay una mademoiselle
Dombreuil, institutriz de la que, en el único momento fugaz de emoción asomada,
Lampedusa dice que “tan pobre de cuerdas
era su arco, ella, que siempre estaba obligada a imaginarse la alegría de los
demás” o un Príncipe que se despide de
un invitado diciendo que “durante unas
horas debe interpretar el papel de hombre civilizado”, como si la llaga hecha confesión que viene
de hacer no fuera simplemente la de un hombre cuerdo, acaso el más cuerdo de
cuantos le rodean, sino la de un temerario que osara ser lo único que un
aristócrata jamás pudiera permitirse –alguien que aparca lo debido para
estacionar lo verdadero.
Como un Segismundo o un Ayax insomnes por miedo, el sueño
de la tierra que Fabrizio describe se parece mucho a la vigilia de su clase por
no despertar –“Sicilia me parece una
centenaria a quien pasean por la Exposición Universal de Londres y no comprende
nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderas de
Manchester: solo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en
sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama”. Es una paradoja más que siendo el Príncipe de
Salina tan escasamente siciliano, su derrota sea, en sus argumentos, la de la
tierra en la que habita, sueño incluido –“todas
las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas:
nuestra sensualidad es deseo de olvido, nuestros escopetazos y nuestras
cuchilladas son deseo de muerte; deseo de voluptuosa inmovilidad, o sea también
de muerte, son nuestra pereza… cuando nos ponemos pensativos, se diría que es
la nada queriendo escrutar los enigmas del nirvana”. Hay sitio para los
espejos en el símil –“Así se explica el
poder desmedido que ejercen aquí ciertas personas: son aquellos que están
semidespiertos; como también el famoso siglo de retraso en las manifestaciones
artísticas e intelectuales de Sicilia: las novedades solo nos atraen cuando
sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales; a
ello se debe asimismo ese fenómeno increíble de la creación actual, ante
nuestros ojos, de unos mitos que si fueran realmente antiguos despertarían
veneración, pero apenas logran ser siniestras tentativas de sumergirse otra vez
en un pasado que nos atrae precisamente porque esta muerto”.
Incluso su resignación, la fatalidad con que observa su
destino inapelable puede leerse en su miradas sobre otro tipo de herencia, solo
algo más antigua, solo algo más ajena –“Estos monumentos del pasado, magníficos
pero incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, que nos asedian
como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que llegaron con sus
armas desde lugares desconocidos para encontrarse con nuestro sometimiento un
día, nuestro odio al siguiente y nuestra incomprensión todo el tiempo… los
sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen
perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión
de extraños es un ataque contra el
sueño de perfección en que se hayan sumidos, una amenaza contra la calma
satisfecha con que aguardan la nada”. Hay pocas cosas más extrañas en El
Gatopardo que la forma en que Fabrizio de Salina se expone a sí mismo como portavoz de algo que es más grande que
él, más antiguo quizá, improbablemente más extendido. “Pertenezco a una generación infeliz” –dice. Pero busca su apellido,
sus afinidades más profundas, a través de un telescopio, de noche, mirando
donde nada de lo que le rodea puede decirle algo de él que le importe, que le complete.
Ligado a la Sicilia que “solo quiere dormir”, entre sueños propios enterrados y almohadas
que usar como espejos, acunado por “el
sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier Siciliano, y
que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera”, el discurso del
padre Pirrone a un hombre dormido es pura esencia del pensamiento Fabriziano, que
para aflorar necesita el sueño ajeno, con o sin telescopio de por medio –“si usted, don Pietrino, en este momento no
durmiera replicaría que los señores hacen mal en despreciar a los otros y que
todos, sujetos por igual a la doble esclavitud del amor y de la muerte, somos
iguales ante el Creador; y yo estaría obligado a darle la razón. Sin embargo,
añadiría que no es justo censurar solo el desprecio de los “señores”, porque se
trata de un vicio universal. Aunque no lo demuestre, el que enseña en la
Universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales, y ahora que
duerme puedo decirle sin reticencia que los eclesiásticos nos consideramos
superiores a los laicos, los Jesuitas al resto del clero, como ustedes, los
herbolarios, desprecian a los sacamuelas, quienes les pagan con la misma
moneda; por su parte, los médicos se burlan de herbolarios y sacamuelas, pero
sus pacientes los tratan de asnos y pretenden seguir viviendo con el hígado o
el corazón hecho papilla. Para los jueces, los abogados son unos latosos que
intentan demorar la aplicación de las leyes. Los únicos que se desprecian a sí
mismos son los labradores, y cuando aprendan a burlarse de los otros el cielo
estará cerrado y habrá que volver a empezar.”
Sueño es también morir y juzgar lo irreparable -“Solo tenemos derecho a odiar lo que es
eterno”- incluye una resignación que se parece a mirar por el telescopio - “al fin y al cabo su muerte era antes que
nada la muerte del mundo entero”. Como su mismo jardín –ciego y no-,
Fabrizio ama el espacio pero pena en el tiempo –“A la Santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad;
a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que prometa durar
cien años equivale a la eternidad. Podemos preocuparnos
acaso por nuestros hijos, por nuestros nietos quizá; pero lo que ya no podremos
acariciar con estas manos no nos incumbe”. Hijo él mismo de una familia
aristócrata, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, último de
su estirpe, y que yacería en el mismo cementerio de los Capuchinos, en Palermo,
donde hiciera enterrar a su alter ego, Fabrizio de Salina, Lampedusa, que
sobrevivió a dos guerras mundiales, sabía que lo que no podremos acariciar con
estas manos a veces no contiene menos impotencia o devastación que lo que sí. “No puedo preocuparme por lo que serán mis
eventuales descendientes en el año 1960” –hizo decir al que podría haber
sido su padre. Escrita poco antes de ese año, Lampedusa era ese descendiente.
miércoles, 24 de octubre de 2012
la vida encriptada
Quince años antes de que Ray Bradbury publicara el relato
La obra de Juan Díaz (1949), sobre un sepulturero mezquino que discute a una
viuda el derecho sobre el cadáver de su esposo, Luigi Pirandello había
terminado su La primera noche, en la que el sepulturero Lisi Chírico, presto a
casarse de nuevo tras enviudar, promete a cada una de las cruces del cementerio
que cuidará de ellos como hasta entonces. Ambos –novio envejecido y novia joven
arrastrada a ello- acabarán llorando cada uno a una tumba distinta –él a su
viuda, ella al novio que pereciera ahogado.
Muy cerca de donde yace el otro gran escritor siciliano
–Lampedusa-, la cripta de los Capuchinos, en Palermo, con sus momias expuestas
como si en uno de los mercados que recorren la ciudad, arriba, parece haber
sido creada para el sepulturero de Bradbury. Pero sus muertos –que parecieran
aspirar a simular la vida- son los de Pirandello, que en sus cuentos escribió
sobre muertos o mártires en vida. Como Eleonora Bandi, condenada, por deshonra,
a recluirse o morir, sin gran diferencia entre ambas. Como Marastela, casada
con una tumba más, de las muchas que le rodean. Como Mattia Scala, que acepta
quemar todo lo que posee para impedir una injusticia enésima. Como Spatolino,
que se convierte en mártir vivo para corroborar lo que han hecho de él. Como si
en esta tierra la resignación mortuoria, callada, agónica confundiera los
tiempos de llegada de la muerte y de salida de la vida, el Príncipe de Salina,
el Gatopardo que Lampedusa escribiera entre 1954 y 1957, moriría… un año
después de que lo hiciera su creador al ser publicada póstumamente. Unas
cuantas páginas antes de morir, se habrá imaginado en esa misma cripta de los
Capuchinos, de pie, imponente como fuera. Como una maldición, los propios años
finales de Burt Lancaster serían los de un espectro más.
domingo, 21 de octubre de 2012
el problema de la belleza
Dueños de la mayor colección de obras de arte del mundo –que
incluye cientos de museos magníficos repartidos por el planeta-, la iglesia
católica pronto debió entender que la mirada que se eleva para maravillarse de
lo impensable –arcos, bóvedas, ábsides, contrafuertes, capiteles- está
automáticamente preparada para creer ver construcciones invisibles, tan
alambicadas, sombrías o momificadas como lo sea el propio lugar que las sugiere.
Cuánto del dibujo del alma, transmitido durante siglos, no será sino sombra
posible de los edificios, esculturas y frescos que la enaltecen como premio en
otro mundo. Es así, como sabiéndoles en el infierno –de haberlo-, uno pasea por
las interminables iglesias de Sicilia, maravillado de fe en la arquitectura,
capaz de las más bellas prisiones de la tierra.
viernes, 19 de octubre de 2012
Reino de las dos Sicilias
Hay un cierto fatalismo en sentarse a comer en esta
tierra, como si fuera lo último que vas a hacer en la vida. Que quizá es solo
que, tan inconcebible la desmesura de algunas de las comidas o cenas, piensas que pasará mucho tiempo hasta que se te presente atropello semejante. Te
mientes con soltura si ves que otros lo hacen. El Etna con su erupción anual
pudiera simbolizar la digestión insospechada que condense en un día lo que no
ha podido el resto del año. Pregona S. que este es un viaje gastronómico y ni
siquiera la advertencia más obvia del menú –que algo se llame antipasti- evita
que pidas lo que te están diciendo que no necesitas. Incluso sin báscula a mano
lo sabes: hay un anti, un después, un más tarde.
verter
Doce años habían pasado desde que Goethe escribiera
Werther cuando sus viajes por Italia le llevaron a Palermo. Jules Massenet
completaría con su ópera el personaje en 1892, un siglo más tarde. Al hacerlo, también
desplazó a Italia al personaje. O más exactamente, a su negro destino. Así,
donde Goethe hizo de Albert (marido de su amada) escudo, Massenet, al pintarle
suspicaz, indiferente, celoso, le convirtió en la primera de las pistolas que
Werther empleará para matarse. Una que, lo que dudosamente hubiera aprobado
Goethe, acaso convierte a la razón de la estabilidad del amor de Lotte –Albert
el bueno, el noble, el justo- en una segunda mano asesina. Suya la que, al leer
la carta de Werther en que le pide sus armas, henchido de celos ordena, más que
sugiere, sea Lotte la que las descuelgue y entregue al criado de aquel. Como si
ordenara a la bala ir a buscar el percutor. Si en la novela es ella la que calla,
en la ópera también él. Paradoja de la versión cantada, a la creación de dos
vidas que son, en sus sentimientos, más (Werther) o menos (Lotte) silenciadas,
se añade una más. Goethe escribió sobre un suicidio. Massenet añadió ese rasgo
del siglo XX que apenas asomaba aún –la importancia de los cómplices de
asesinato.
ahogados en historia
La longevidad que el Antiguo Testamento adjudica a los
patriarcas –Matusalén habría vivido, el pobre, 969 años; Yéred, 965; Noé, 950; Adán,
930- hubiera querido uno para el menos afortunado gregorio de Agrigento, obispo
que ordenara transformar el asombroso templo de la concordia, en Agrigento, en la
iglesia cristiana que sería hasta 1748. Fallecido en 630, de haber vivido hasta
ese día, hubiera logrado dos cosas adecuadas: superar en 118 años a Noé y haber
podido ser fusilado. Si murió antes, quizá fuera por el disgusto de verse
víctima de una conspiración, tal como se lee en una página santoral, que hoy
hubiese sido más piadosamente entendida –“muy
pronto, su celo por la disciplina molestó a sus súbditos y el santo fue víctima
de una infame conspiración. En efecto, sus enemigos introdujeron en casa de san
Gregorio a una mujer de mala vida, la «sorprendieron» allí intencionalmente y
acusaron al obispo. San Gregorio fue convocado a Roma, donde probó su inocencia
y regresó a su sede.” Apiñados,
refugiados del temporal en esculturas modernas, el día que vamos a Agrigento
mejor hubiéramos querido a Noé, para saber a qué atenernos si la tormenta dura
un minuto más.
jueves, 18 de octubre de 2012
la Norma de tu zapato
No solo en Wagner la boca que abres para comer es la que sigue abierta para cantar. Por si no fuera poco lo que puedes comer en vida en esta tierra, los manteles parecen perseguirte hasta en la muerte: incluso fuera de Catania, donde naciera Vincenzo Bellini y donde yace enterrado, la pasta a la Norma recuerda a la protagonista de su ópera más conocida, aunque solo al levantarte de la mesa, tras cenar, adviertas que también podría hablar de la Sonámbula. Cerca de Enna se halla el lago donde la mitología ubicara el descenso de Perséfone al inframundo, raptada por Hades. Tras ser liberada a condición de no probar bocado en todo el trayecto, ésta arruina el rescate al comer semillas de granada. Es durante la visita a una bodega ubicada en un palacio que un noble siciliano hiciera a mayor gloria de una cantante lírica británica cuando uno lo termina de entender: probablemente, el tamaño del edificio fuera solo un traje a medida.
baño de multitudes
Viajar con ocho mujeres se parece a la especulación
sobre el propietario de la Villa romana del Casale, en Piazza Armerina: no
Maximiano, a quien se le adjudicara primero, tampoco su hijo Majencio, sino el
mucho más apropiado Lucio Aradio Valerio Proculo Populonio. Cómo, si no, entrar
en esta habitación con un solo nombre encima.
Crimen y castrati
Acaso una de las escasísimas ventajas de que la iglesia
católica no sea juzgada por sus crímenes en este mundo, o en el otro, sea que
las vidrieras de sus oficinas albergan aún vidrieras y no rejas. También es, en
una tierra en la que los mafiosos son encontrados, tras años de búsqueda,
viviendo en sótanos de fincas humildes, un modelo atípico de la transparente
relación que une la opulencia y el crimen organizado. Años después de que
Coppola mezclara, al final de la segunda parte de El padrino, el bautismo bajo
palio y la sangre derramada no muy lejos, Sam Mendes incluyó en su Road to
perdition una escena en la que el asesino con escrúpulos viejos –Newman- ve
llegarse hasta su banco de la iglesia la voz del asesino con escrúpulos nuevos,
justo desde el banco de detrás –Hanks. Ninguno de nosotros verá el cielo –dice
uno al otro poco después. Suena a otro tipo de rezo, solo que de uso interno.
miércoles, 17 de octubre de 2012
Fuera de cata
Quizá porque la cata
que era de vinos acaba siéndolo también de patés y mermeladas, el señor padre
del señor vinicultor acaba queriendo probar algo de lo que hemos traído a estos
viñedos de Manino, al sur de Catania. Como nuestro producto estrella –de pie,
junto a él- entiende de toreo fino además de todo lo anterior, conseguimos que
nos inviten a cenar en la ciudad (somos cuatro en ese momento) sin que la cena
consista en algo más que la pizza interminable que sirven por doquier.
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