sábado, 6 de agosto de 2011

Ser quien te presenta


Infelizmente Springfield está en Massachussets, pues allí tiene lugar cada año uno de esos actos que ilustra parte de lo mejor que guarda en su interior la cultura norteamericana: en la presentación de nuevos miembros del Hall of fame baloncestístico, no la conversión de hombres en mitos –que de eso hay en todas partes-, sino el relato de la grandeza como parte de una historia mayor, que no empieza ni acaba en ti, por grandes o nuevos que sean tus logros. Por eso Obama puede citar a Lincoln sin que nadie –nadie que no sea idiota, por supuesto- le acuse de elitista o arcaico. La prodigiosa carrera de Arvidas Sabonis no necesita a Bill Walton para ser ensalzada; ni el logro asombroso de Dennis Rodman a Phil Jackson para explicarla; Artis Gilmore tuvo una carrera sensacional que no desmerece haberla desarrollado en tiempos de Julius Erving. Pero llegar a ese podio engrandece a ambos –a quien ve llegar su reconocimiento definitivo en compañía de alguien a quien acaso ni conoce. Y a quien, habiéndola logrado años atrás, acepta compartirla, delegarla en un nuevo miembro que quizá no lograra ni la mitad de lo que él mismo. Resumir la inmortalidad individual en una línea que te añade a otros no siempre es más sencillo en un deporte de lo que es verlo en literatura, música o pintura. Si el baloncesto cuenta con ventaja es, obviamente, porque su historia cuenta con solo 120 años de vida y quienes han hecho su grandeza desde la primera mitad del siglo pasado están, en muchos casos, aún vivos. Pero eso podría aplicarse a todos los deportes y no se da. Singularmente unido a la memoria aún joven del país en que fue inventado, el padre del padre del baloncesto acaso vivió para ver la fundación de los Estados Unidos en 1776.

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