jueves, 25 de agosto de 2011

verdad y neurosis


En un país donde el gusto por lo explícito –desde la obesidad a la demagogia política- va paralelo a la escasa importancia que se le concede, cuatro compañías tabaqueras vienen de denunciar al gobierno por obligarlas a imprimir imágenes obvias de lo que el tabaco explícitamente hace por quienes lo consumen. Como en cualquier otro lugar del mundo, la libertad de expresión en la que dicen ampararse tiene aquí más que ver con la facultad de compartir una mentira con cientos de millones de personas, que con lo que debería proteger: la libertad de los vulnerables ante la expresión previsible de cuatro consejos de administración. Cuando su demanda afirma que “nunca antes en EE UU se ha obligado a los fabricantes de un producto legal a utilizar su propio embalaje y su publicidad para transmitir un mensaje de Gobierno instando a los consumidores adultos a no consumir sus productos", se obvia que ”el primer fabricante de un producto legal” que es “obligado a utilizar su propio embalaje para transmitir un mensaje” es el propio individuo y el embalaje, su cuerpo, obligado a pudrirse lentamente en vida gracias a los mensajes que la industria tabaquera lleva décadas inoculando en la sociedad.
Su libertad de expresión mata cada año, solo en este país, a casi medio millón de personas, forzando de paso esa otra libertad de expresión que es esperar del estado que gaste 100.000 millones de dólares anuales en atención médica. También aquí lo explícito va contra la desidia con que se ignora: seguir vendiendo, aún hoy, ese “producto legal” que apesta y mata sin una simple razón que lo defienda solo se explica porque también aporta miles de millones al estado, vía impuestos. Pero tolerar no es alentar, igual que permitir la posesión de armas no implica recomendar su uso. No es por ser “adultos” que la libertad de expresión les permite matarlos, sino por ser consumidores. Como también el cartel ubicuo que uno halla en todos los lavabos del estado, que ordena –no sugiere- a los empleados del establecimiento –sea una gasolinera o un restaurante- lavar sus manos, el cartel sito a la entrada de un edificio público en Baton Rouge no habla de los fumadores sino de mí, no de su libertad sino de la mía. Lo que el gobierno hace con la nueva medida es, parcialmente, solo lo que no se atreve a hacer del todo –renunciar a ganar dinero para renunciar a matar gente. El cartel, como querrían las tabaqueras si entendieran algo, respeta al tiempo que regula: no prohibe fumar sino que aleja de la puerta a quien decida hacerlo. No para impedir la libertad de fumar, sino para consentir la de quien tiene derecho a respirar un aire no fétido.

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