domingo, 21 de agosto de 2011

valor sin ley


El mismo día que The New York Times dedica un editorial a las pruebas, finalmente afrontadas, de un fraude masivo en las calificaciones estudiantiles en colegios de Atlanta durante acaso una década, dedica otro a contar cómo este mismo mes las principales compañías proveedoras de internet de Estados Unidos contribuirán, finalmente, a identificar a los usuarios que descarguen contenidos ilegales. Además del nexo obvio en la estafa afrontada, la investigación en los colegios de la capital de Georgia resalta cómo, durante esos mismos años, quienes la denunciaban fueron castigados y quienes la practicaban, silenciosamente permitidos. Que en el caso de la industria cinematográfica y discográfica, es, además del valor contable de la complicidad de los proveedores de internet y, en votos, el de la renuncia política a legislar sobre algo tan extendido, un coste de entre 27 y 56 billones de dólares en valor descargado solo el año pasado. Es decir, una cifra menor de la que, calculada por The New York Times dentro de un plan de renovación de escuelas norteamericanas, podría dar trabajo a medio millón de personas. Bastante más de lo que, buscando reducción de deuda, el gobierno italiano viene de aprobar de urgencia, como medida de salvación fiscal nacional para el próximo año. O casi cuatro veces menos que el límite legal de endeudamiento gubernamental aprobado in extremis por la cámara de representantes esta misma semana, y que, de momento, ya ha provocado la rebaja en la clasificación crediticia del país y no poco empujón en una segunda caída mundial en el abismo financiero. Que la cifra que se permite impunemente adeudar a quienes hacen discos o películas sea la misma que, adeudada a un país, aniquila la economía global suena a broma, como si una de las dos consecuencias importara demasiado o la otra, nada. Respecto a la cotización de la diferencia, que es también la explicación de porqué nada cabe esperar de la legislación sobre ello, se lee en NYT de la razón última que ha llevado a los proveedores de internet, cómplices tradicionales, a involucrarse en la prevención del delito: muchos de ellos son ahora dueños de las compañías sistemáticamente robadas.

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